El debate por la reforma judicial ha escalado a niveles inusitados. Muchos expertos hablan de crisis constitucional y otros, hasta de dictadura. Expresiones y adjetivos van y vienen, pero lo que es una realidad, es que ha faltado oficio político para solucionar o hacer más ligero el conflicto.

Está claro que el oficialismo tratará, por todos los medios, de realizar la elección popular de jueces, magistrados y ministros, pero ¿a qué costo? ¿de poner en riesgo la estabilidad institucional del país?

En lugar de buscar un camino hacia el diálogo y la diplomacia con el Poder Judicial, los líderes de las bancadas de Morena en el Congreso de la Unión, en ambas cámaras, presentaron una iniciativa de reforma constitucional para hacer valer lo que llamaron “supremacía constitucional”. El objetivo es eliminar cualquier posibilidad de impugnación a reformas constitucionales, para que la Suprema Corte de Justicia de la Nación y cualquier tribunal no pueda entrar a revisarlas. Los defensores de la propuesta alegan que no es nada nuevo, que eso ya está regulado en leyes secundarias, entonces ¿para qué elevarlo a rango constitucional? ¿cuál es la finalidad?

Sea cual sea el objetivo (aunque algunos ya lo tienen muy claro), lo único que ha provocado esa iniciativa es generar mayor inestabilidad. Ahora sí, con justa razón, se habla de dictadura o absolutismo, pues con esa reforma lo que se hace es cerrar cualquier posibilidad de impugnación ante reformas constitucionales. Y Usted se preguntará ¿eso en qué me afecta? pues en que con esto se deja manga ancha al oficialismo para modificar abiertamente la Constitución y todo el sistema jurídico mexicano, sin ninguna posibilidad de que las y los ciudadanos puedan acudir al juicio de amparo o cualquier otro medio de defensa para proteger sus derechos.

Más allá de que estemos o no a favor de la propuesta, lo que está claro es que este tipo de decisiones se han tomado a la ligera y de manera visceral.

Lo que se busca, a toda costa, es evitar que la Corte o cualquier otro tribunal, declare la invalidez de la reforma judicial o de cualquier otra, como la que trasladó la Guardia Nacional al Ejercito. Sin embargo, lo que no se ha considerado, son los efectos secundarios que generan ese tipo de decisiones (como cuando el medicamento es más dañino que la enfermedad).

La realidad es que todo esto ya le está pasando factura a la presidenta Claudia Sheinbaum, pues ya está circulando en varios medios de comunicación, redes sociales y mesas de debate, incluso de nivel internacional, que estos son los visos de un gobierno autoritario. ¿Será que la titular del Ejecutivo sabía de la iniciativa? ¿la consintió? ¿o los lideres de su bancada en el Congreso operan sin su conocimiento?

Cualesquiera que sean las respuestas a estas incógnitas, lo que queda claro es que en todo este asunto ha faltado diálogo y acercamiento. La diplomacia política se ha visto rebasada por la embriaguez del triunfo electoral y el mayoriteo, lo cual ha generado y está provocando una fuerte crisis institucional.

Si la presidenta no quiere que los primeros cien días de su mandato se recuerden como el inicio de una dictadura, tendrá que poner manos a la obra y crear puentes de diálogo, así como detener la “reformitis” que ha contagiado a la bancada de su partido en el Congreso.

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