En 2001 las historiadoras de la Universidad Autónoma de Querétaro Luz Amelia Armas y Oliva Solís, publicaron tres cuadernillos de divulgación sobre la existencia y las condiciones de vida de la población negra en nuestra entidad. En ella documentan que, durante la Colonia, en 1791 para ser más precisos, existían 7 mil afromestizos que trabajaban en haciendas, obrajes y trapiches y que los hacendados-obrajeros tenían en sus manos el poder político, económico, religioso y militar.
Entre las familias más “distinguidas”, por la cantidad de esclavos que poseían, figuraban los Fontecha, Escandón, De la Llata y los Fernández de Jáuregui; las monjas, los jesuitas y el clero secular también destacaban por ser negreros de cepa. En los obrajes encadenaban a los telares a los negros, esclavos o libres, que vivían en condiciones infrahumanas.
Las investigadoras también mencionan que como los esclavos buscaron mezclarse con indias y españolas para que sus hijos no nacieran esclavos, los españoles trajeron mujeres de África que los mismos hacendados embarazaban ya que cualquier hijo del vientre de las negras nacía esclavo.
A principios del siglo XVIII el precio de las esclavas fluctuaba entre los 250 pesos, dependiendo de la edad y el color, si era negra pura su valor aumentaba. A los 40 años de edad una mujer negra ya era considerada vieja y por ello se devaluaba; cuando tenía un hijo de pecho podía ser vendida con todo y crío o por separado; a los cuatro años, lo común era que el niño fuera arrancado de los brazos maternos; las mujeres esclavas no tenían la posibilidad de consolidar una familia, aún cuando estuvieran casadas con negros o mulatos libres pues sus hijos siempre nacerían esclavos. A finales del siglo XVIII, en el inicio del capitalismo, los dueños de los obrajes promovieron que sus esclavos obtuvieran la libertad, no como acto de humanidad, sino porque ya no era rentable la esclavitud.
Según la enciclopedia México y su historia (Ed. UTEHA, México, 1984) “A principios del siglo XVII, el número aproximado de negros ascendía a 140 mil la mayoría de ellos negros criollos, denominados así porque habían nacido en Nueva España; sin embargo, en el periodo de 1580-1640 los negros “bozales”, que procedían de África, se incrementaron notablemente, pues la vinculación de las coronas portuguesa y española favoreció el tráfico de esclavos para los portugueses”.
Los castos españoles y criollos, haciendo gala de un racista sentido del humor, se dieron a la tarea de clasificar en castas el resultado de la mezcla de sangre del español, el indio y el negro, cuyos individuos ocupaban los estratos ínfimos de la sociedad. La progresiva promiscuidad entre éstos dio como resultado una serie de complejos y heterogéneos grupos con diferentes rasgos físicos, temperamentos y formas de vida, los cuales fueron meticulosamente categorizados por las clases hegemónicas en formas que constituían una burla. Por ejemplo la denominación mulata es una alusión a la mula, hija estéril del burro y de la yegua. Había designaciones hacia los miembros de las castas que medían el grado de “impureza racial”: del “Tente en el aire”, hijo de mestizos, se pensaba que ni ascendía a la sangre blanca ni descendía a la india; del “Salta-pa-tras”, hijo de mestiza con indio, se consideraba que descendía al aumentar su sangre india; el “No te entiendo” era hijo de mulata y “Tente en el aire”; el “Ahí te estás” provenía de las relaciones entre mestiza y coyote; este último, a su vez, era hijo de mestizo e india. Los zambos eran hijos de indios y negros. Aparte figuraban moriscos, lobos, cambujos, zambaigos, tornatrás, etcétera.
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