Una sinfonía de verdes. Hojas tiernas, recién nacidas, que han recibido el rocío del alba como un rosario de perlas colocadas sobre la superficie vegetal, esferas diminutas que refleja el mundo. La tierra es una pendiente que se convierte en colinas lejanas, enmarcadas por dos árboles sanos, que alargan sus ramas para recibir la luz y tienen la disposición exacta para los nidos, cunas construidas por el pico de las aves, herramienta prodigiosa.
Abajo, en el suelo, hay lápidas que se levantan como tocones de árboles talados. Las lajas tienen nombres en relieve. Muchas son letras ilegibles, que se adivinan en la superficie vertical de la piedra hundida en la alfombra de césped. Su valor está en las palabras que definieron a un ser humano. En la muerte, estamos solos. Las tumbas pueden contener a una pareja, dos hermanos, tres o cuatro personas de una familia, pero cada difunto está solo con su nombre, apellido y las fechas del alfa y omega de su vida. Vida que a pesar de su intensidad se reduce a una parcela del camposanto.
La muerte ha servido de inspiración para poetas y filósofos. Su gélido aliento sopla en la nuca cuando nos enteramos de la pérdida de un ser querido. Nos estremece de pies a cabeza, nos hace rezar, buscar a los nuestros, abrazar a los niños, dar gracias, suplicar perdón por nuestras fallas. Contrapunto de la vida, nos recuerda que somos polvo, y al polvo hemos de tornar.
En una pared de nuestra habitación, mi marido ha colgado varias obras de pequeño formato. Hay dos cuadros del genial pintor Diego Glazer, un joven de figura esbelta y trato amable. Su conversación delata una sabiduría que se adelanta a sus años; sus manos alcanzan niveles de enorme calidad artística, que muestran una formación sólida como artista. Lo conocí cuando era adolescente, compañero de aula de mi hijo. He sido testigo de su desarrollo. Sus exposiciones y premios me hacen sentir ese orgullo que acelera el pálpito del corazón.
Esta pieza se titula Faded Memories y habla de la quietud que se siente al recorrer cementerios antiguos: uno se detiene al mirar los nombres, las fechas, el musgo que cubre la roca. Aquí están el científico, el humanista, el descubridor de un elemento químico que reposa al lado del hombre enfermo, la madre fecunda, el bebé de escasos meses. Hemos caminado entre lápidas de siglos, entre rastrojos de difuntos, como dijera Miguel Hernández en su Elegía por Ramón Sijé. Al tocar el frío mármol que resguarda las letras doradas, comprobamos que estos seres existieron, que su vida no fue una invención.
Al estar aquí, sabemos que alguien los acompañó en sus últimas horas, envolvió su cuerpo en una mortaja, reunió a los deudos y organizó los ritos mortuorios según sus creencias. Un hijo, una esposa, pagó con su dinero el espacio en este suelo y definió las marcas de la losa. Durante algunos años, recibió visitantes que dialogaron en silencio con el recuerdo enterrado en la sepultura, para decirle lo que ya no puede escuchar.
Al despertar, miro el cuadro y de una manera sui generis su energía invade mi cuerpo. Un nuevo día comienza.