En este mundo traidor, decía Campoamor, nada es verdad ni mentira. Todo es según el color del cristal con que se mira.
Los lentes de hoy miran a don Pedro, habitante de una comunidad rural al norte del municipio de Querétaro. El hombre tiene setenta años y era analfabeto. Ya no lo es. Hasta hace pocos meses, había sido una persona marginal. Vivía en un mundo con rótulos en las paredes cuyas letras no podía descifrar, aunque sabía que la tienda de comestibles tiene una puerta roja; distinguía los refrescos y latas por su etiqueta, aunque llegaba cada día el momento en que se estrellaba contra un muro alto, grueso e implacable: la línea que separa a las personas que saben leer de quienes no pueden distinguir una vocal de otra; él quedaba al margen de ese mundo.
Ni una factura, ni contrato, ni receta médica, ni la ruta en el autobús. No podía distinguir una frase ni escuchar su música dentro del cerebro. No sabía que leer es una fuente de felicidad. Para él, los libros eran un mundo lejano, inaccesible. Don Pedro fue a la escuela, sí. De niño y por poco tiempo. Poco sabemos de las condiciones en que vivía la familia, de las penurias y carencias que su cuerpo de infante tuvo que superar.
Muchos factores afectan el desarrollo cerebral: desde la alimentación deficiente hasta la violencia familiar. A los seis años de edad, pasar el día entero sin llevar a la boca ningún nutriente no solamente lleva a un pequeño a vivir en el dolor físico, sino a sufrir otras enfermedades que también dejan huella. La huella de abandono vinculada al analfabetismo lleva a un adolescente a la evasión química de las drogas, disponibles para él en la tiendita de la esquina.
Hoy, el Club Rotario Jurica lleva a las rancherías libros, materiales pedagógicos y apoyo humanitario. Sus alumnos mayores han recibido el cuadernillo titulado “Yo puedo”, que los lleva a leer y escribir mediante métodos probados, con la ayuda de instructores.
En La Solana Trojes, la mayoría de un grupo son familia: la abuela tuvo diecinueve hijos, algunos de los cuales se convirtieron en sus compañeros de salón. También van las nueras y nietos que a los diez años todavía no leían ni escribían. Pasaron tres meses en el curso y los resultados comenzaron a abrirse paso en la formidable red neuronal de sus mentes. Identificaron las vocales, luego las consonantes, sílabas, palabras y por fin enunciados.
Los primeros libros de su propiedad son cuentos infantiles. El gozo les llevó a recuperar una infancia perdida, una etapa que ellos no vivieron, por todas las vicisitudes que enfrentaron.
En la comunidad de Montenegro, la señora Engracia Olvera, madre de familia que toda la vida dependió de la compañía del marido para ir a Santa Rosa Jáuregui por sus víveres, cuando aprendió a leer y escribir, un día quería cocinar carne, pero no había en su mercado, así que decidió tomar el autobús, sola, para ir de compras.
Ella resume de este modo la experiencia: “Leí que en el vidrio del camión decía Montenegro, pero, aun así, sin pena pregunté al conductor: ¿Joven, va para Montenegro? Y me dijo que sí”.
La sonrisa de doña Engracia ilumina este mundo. Quizá usted percibe su luz.
Estamos hablando de niños que hasta hace un año cortaban nopales verduleros en las horas diurnas, para que sus madres los vendieran en las aceras. Hoy, pueden ir a la escuela porque el programa de los Rotarios abarca a los niños con retraso académico.
En Palo Alto, Rosa Villanueva aprendió a escribir para enviar una carta a sus hijos, que son jornaleros en los Estados Unidos. Ellos, al recibir un sobre con la letra de su madre, donde ella los bendecía en un mensaje cargado de nostalgia, sintieron un orgullo que traspasó la frontera sin pasaporte ni visa.
Espero que los nuevos lectores acudan a las bibliotecas públicas. Dice Irene Vallejo: “Aunque parecen espacios serenos y alejados del mundo trepidante, en sus anaqueles palpitan las luchas de cada siglo”.