Sólo tenemos una vida y con frecuencia nos pone a prueba. Muchas veces, creemos tener las respuestas a cuestiones complejas y difíciles, pero, a la hora de los golpes, fracasamos al primer intento. Se trate de un nuevo empleo, la construcción de una casa, el aprendizaje de un idioma, la firma de una hipoteca. Tenemos los hilos de la madeja en la mano, sin tener idea de cómo tejerlos.
En una especie de retiro literario con mi querida amiga, la poeta Lilvia Soto, tocamos el tema de las cajas.
Nacemos en el interior de una familia que ha construido su propia caja de pensamientos, creencias, rituales y prejuicios. Una fracción de la caja nos contiene y define. Algunos cargan con esa fracción, como cangrejos ermitaños, a donde quiera que van. Casi ninguna caja tiene ventanas para ver el horizonte o puertas para salir al mundo y regresar a la intimidad de nuestros seres más amados, a quienes hemos extrañado en la oficina, el café o el autobús.
Algunos tienen, más que una caja en forma de cubo, una burbuja esférica que los protege de las inclemencias y les hace sentir que ellos están bien, que son los únicos que están bien, porque su burbuja es elegante y sofisticada. Ahí se come bien, se descansa en mullidos cojines. Los de afuera sufren porque quieren. Son pobres porque son holgazanes.
Cuando Hermann Hesse, autor alemán, publicó su novela Siddartha en 1922, no sabía que sus personajes, diálogos y argumento llegarían a tantos lectores para acompañarlos en el proceso de descubrirse a sí mismos, aceptarse como son, buscar en su interior nuevos caminos para tomar decisiones importantes y salir de ese laberinto con un mayor conocimiento de los seres humanos. Siddartha nos enseña a salir de la caja.
“Quien no encaja en un mundo, siempre está cerca de encontrarse a sí mismo”, dice Hesse en ese libro seminal, que esparce sus semillas de pensamiento en las mentes de quienes son capaces de hacer un alto en sus actividades para leer con la mayor calma posible y asimilar lo que esos párrafos traen consigo.
El libro fue escrito al final de la primera guerra mundial, en el periodo de alivio que sintieron las naciones que habían vivido el infierno de las trincheras y la destrucción de ciudades. Hesse hablaba de su creación literaria como un poema hindú, por la mezcla del lenguaje lírico con el épico. Miles de personas en el Oriente lo leyeron antes de 1951, y lo definieron como un compendio de sabiduría derivada de la religión dhármica, es decir, la unión de varias denominaciones hinduistas. El hinduismo es la religión más antigua del mundo.
Hesse vivió en la India en la década de 1910, el año en que inició la revolución mexicana. En 1924, se nacionalizó suizo. Fue merecedor del premio Nobel en 1946. Fue dueño de las palabras y también del color. Como pintor acuarelista, cultivó la técnica expresionista y dejó miles de piezas. Tuvo la amabilidad de dedicar su tiempo a responder a sus lectores, quienes le escribían sobre sus vicisitudes: escribió más de 35 mil cartas personales.
El que quiere nacer, tiene que romper un mundo, frase que se repite en Demian y Siddharta, es la enseñanza más profunda que este pensador dejó en mi alma adolescente.