Es un martes. Inocencia se acomoda entre las almohadas, tratando de calmar el dolor de la pierna izquierda. Por momentos, las punzadas le acechan y luego se hunden entre los huesos, zumban como mosquitos, pican como avispas, se calman un instante y vuelven a la carga. Envejecer es luchar contra el propio cuerpo, piensa doña Chencha, con la frase dicha por sabios hace miles de años. A ella le habría encantado tener otro nombre, pero nació el 28 de diciembre y sus padres siguieron la tradición.
Su cama matrimonial la recibe en silencio, desde el amanecer de agosto en que Pepe, su marido, sufrió el infarto masivo.
El esposo dejó su rostro en fotografías y recuerdos. Desde entonces, ella duerme sola. Dormir es una palabra muy grande para la acción de acostarse y tratar de conciliar el sueño. Sueño es una descripción excesiva para el descanso interrumpido y los retazos de imágenes que asoman a su mente y se esfuman al despertar.
La cama fue escenario de escenas románticas, no lo negará ella, quien encendía la chispa de la pasión de Pepe en tres segundos, al principio sin ayuda. Años después, envuelta en encaje rojo, iluminada por velas aromáticas, con música sugerente y un sorbo de brandy. Luego, el montaje amoroso fue sustituido por la televisión que trajo noticias de sangre seguidas de programas de crimen. Ella optó por leer novelas, con la ventaja de que Pepe se quedaba dormido en pocos minutos. Ella recuperaba el silencio amado.
La casa tiene tres cuartos, para cinco hijos. En su cama, amamantó a los bebés, mientras llegaban los chicos que no sabían leer pero exigían cuentos. Chencha les leía todos los que tuvo a su alcance. Sus voces hacían aparecer a los personajes entre las sábanas. Los pequeños reían en el momento cumbre sin saber que en ese minuto millones de niños bebían de la misma historia en cuarenta idiomas.
Hoy vendrán las nietas mayores, Imelda y Mónica, a traer víveres, poner en orden la casa y darle masajes en la espalda.
La cama es el spa. Ime y Moni se han vuelto hechiceras de manos mágicas que eliminan nudos entre músculos, con bálsamos y cremas nutritivas. Mientras, hablan de estudios, planes futuros de viajes y de sus amigas. También hablan de los novios, omitiendo lo que todas saben. Cuando las chicas se van, la recámara huele a lavanda, la cocina queda limpia y hay pan recién horneado en la mesa.
De joven, Inocencia no quería ser inocente: ese adjetivo sonaba a ignorancia. Sus padres le ocultaban las verdades de la vida. Ella las quería descubrir. Tuvo muchas herramientas para lograrlo. En la cama matrimonial exploró el cuerpo de Pepe, besando toda su piel. A la mañana siguiente, se sentía capaz de escalar el Everest.
En esa cama firmó calificaciones, realizó planes, revisó las cuentas del banco y metió el dinero en sobres para pagar servicios. El colchón envejeció y se hundió bajo su cuerpo, pero ella no se atreve a ocupar el espacio de Pepe. Se siente tentada de dejar instrucciones a los hijos para que conserven la cabecera de caoba, que antes de ser suya fue de sus padres. Escucha su voz interior y se calla. Que hagan con su cama lo que deseen. Ella será ceniza en una urna. Polvo gris en una caja hermosa, tallada en la misma madera oscura, elaborada por el mismo carpintero.