“Nací en una familia de campesinos sin tierras, en Azinhaga, una pequeña población situada en la provincia de Ribatejo”. Así comienza la autobiografía de José Saramago, escritor portugués, premio Nobel de Literatura. Este hombre, cuyo apellido era De Souza, fue nombrado como Saramago porque el oficial del registro civil añadió, por iniciativa propia, el apodo que tenía el padre del niño.

Saramago es una planta endémica de Portugal que hasta hace un siglo servía de alimento a los más pobres. Sus hojas nutrían al proletariado de esta zona de la península ibérica, permitiendo la subsistencia de varias generaciones que nacieron, crecieron y se reprodujeron sin pena ni gloria; gente que trabajó parcelas y cuidó el ganado que eran propiedades de alguien más.

La palabra proletario viene del latín: proles, que significa linaje o descendencia. El término comenzó a aplicarse hace un par de siglos para definir al hombre que no tenía más bienes de trabajo que sus propios hijos. Una familia numerosa ofrecía mayores posibilidades de salir adelante porque aunque el grupo no poseía dinero, sí tenía brazos para abrir surcos, manos para amasar la harina y en el mejor de los casos tejer alfombras o crear artesanías.

Los revolucionarios mexicanos que acompañaron a Francisco I. Madero, a partir de noviembre de 1910, tenían en la mente y los labios canciones y versos que sintetizaban la causa de su lucha: “El trabajo es muy bonito, es lo mejor de la vida. Pero la vida es perdida trabajando en campo ajeno. Uno trabaja de trueno, y es para otros la llovida”.

Los sentimientos que surgen de los relatos de los pobres entre los pobres impulsaron a pensadores como Karl Marx a definir el proletariado como una fuerza social, una masa que se enfrentó a dictadores, monarcas y potentados para cambiar la historia del siglo XX. Su rebelión, en muchos casos, se tradujo en leyes más justas y posibilidades de cambio.

No todos los pobres se rebelan ante sus circunstancias. La gran mayoría de los pobladores de este planeta nacen con una especie de destino ya determinado: seguir las huellas de sus padres, ocupar la casa paterna al quedarse huérfanos, convertirse en trabajadores con el mismo oficio y vivir en las cercanías del lugar de su nacimiento. Aceptan sus condiciones como algo normal, y buscan la manera de dar significado a cada día.

Lo excepcional es que el hijo de un proletario salga de la pobreza, adquiera conocimientos útiles, tenga acceso a la educación formal y con ello pueda adquirir bienes raíces, asegurando así su futuro. Las biografías de personas como Saramago son destellos que iluminan el camino de quienes no encuentran salida a su desdicha, los que se esfuerzan de día y de noche sin mejorar su entorno.

Cerca de nosotros hay seres ejemplares: el abuelo sabio que nos dio consejos, la tía que preservó las recetas antiguas para los banquetes familiares, el primo que viajó por muchos países y trajo a su regreso historias fascinantes, fotografías, objetos curiosos para que los niños ampliaran el mapa de sus sueños futuros. Hay que consignar esas vidas, convertirlas en párrafos y enviarlos por las redes a los seres queridos. Alguien tiene que ser el cronista de nuestro grupo.

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