Abuelas de trato dulce, niños que comienzan a hablar, todo mundo emplea con soltura palabras que eran ofensivas y ahora se usan en los anuncios de sopa. Por ello, han perdido su fuerza, como pólvora mojada.

Sin embargo, las frases que hablan de compromiso, entrega, dedicación o amor, han desaparecido de muchas conversaciones, donde abundan los tabúes. Por otro lado, en diálogos con la familia o los amigos, se evita hablar de conflicto, dolor, enfermedad o pérdida. Se sustituyen con palabras polisémicas: “Tengo un tema con mi hermano” puede significar una fiesta, un rencor antiguo, una deuda no pagada, incluso un distanciamiento brutal.

Por otro lado, las personas con miedo a las palabras se hunden en el silencio, cavan un pozo profundo con paredes gruesas para lanzarse al fondo y aislarse de los demás. Cuando hablan, lo hacen con eufemismos: palabra de origen griego que el historiador Tucídides llamó fraseología decorativa.

Lo que somos incapaces de decir no se desvanece en el aire. Si no pronunciamos las palabras que expresan lo que realmente sentimos, no podremos resolver el problema. Los valientes no son quienes emplean palabras dañinas cargadas de prejuicios, sino quienes escogen con cuidado los verbos y sustantivos para expresar lo que sienten, sin llevar en los labios una filosa daga escondida.

Las emociones, como las frutas, pueden tener frescura, sabor agridulce, reventar de gusto en la boca, como las palabras dichas en el momento justo. Si les ponemos una mordaza y las silenciamos, pueden podrirse, llenarse de moho, en una descomposición que no sólo provoca un mal sabor, sino que es dañina para la salud.

El diálogo franco entre amigos o familiares a veces significa un reto, porque no encontramos la manera de tocar el asunto, y seguimos girando alrededor del elefante en el cuarto, sin nombrarlo, con la secreta ilusión de que un día se desvanezca frente a nuestros ojos, se disipe y deje el aire limpio y claro, lo que no ocurrirá si no lo enfrentamos.

Evitamos decir la palabra “negro” al referirnos a un ser humano cuya piel tiene un matiz oscuro. Al atribuirle a ese adjetivo una fuerza poderosa y dañina, en su lugar usamos “personas de color”. Siguiendo esa lógica, las personas de piel clara son transparentes o incoloras. Así de absurdos son los eufemismos.

Durante muchos años, fui profesora de español para estudiantes de Estados Unidos, quienes se asombraban de que en México, en la intimidad de las familias, llamáramos “negro” a un chiquillo de tez morena, o “güero” a su hermano ligeramente más blanco, sin que fuera rubio. Al escuchar en una celebración la pieza La Negra, canción sonora que abre la llegada de los mariachis, les parecía una ofensa que flotara en el aire. Esa palabra para ellos implica siglos de esclavitud, abuso, trata de personas y sumisión. Por ello, han creado leyes y normas para prohibir en las escuelas la lectura de novelas como La cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe. Algunas autoridades educativas, en todo el mundo, consideran que los niños lectores no piensan ni disciernen, que en las familias no hay comunicación.

Con la censura, eso es precisamente lo que logran.

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