Sea en un hospital con tecnología avanzada o en humilde cuna, al nacer un bebé llega indefenso. No puede sobrevivir solo. Cuando una yegua da a luz un potro, este mamífero recién nacido se pone en pie en pocos minutos y a las dos horas comienza a andar. A las cuatro horas puede iniciar el trote. El infante requiere un año para dar sus primeros pasos y a los dos años pronuncia palabras y frases dotadas de sentido. No somos autosuficientes durante mucho tiempo. En la niñez, no podemos ganarnos el alimento diario, no hemos desarrollado habilidades que nos permitan sobrevivir.
En muchas culturas, hay frases que contienen la sabiduría ancestral que guía la vida en comunidad. “Se necesita un pueblo para educar un niño” es un proverbio que se repite con frecuencia. Su origen se pierde en la oscura noche de los tiempos.
En 1996, Hillary Rodham Clinton, siendo primera dama de los Estados Unidos, publicó el libro “Es labor de todos / dejemos que los niños nos enseñen”. Algunos capítulos: Ninguna familia es una isla. Todo niño necesita un campeón. Los niños no vienen con instrucciones. Una onza de prevención vale más que una libra de cuidados intensivos. Todos los negocios son familiares.
Es fácil inferir el trasfondo de su mensaje: necesitamos de una familia, que no siempre es la que nos dio la vida, cuyo apellido nos identifica. Nuestra familia puede ser un pueblo entero.
Para muchos, los lazos de sangre no tienen la firmeza que se requiere para crecer en forma sana. Millones de niños viven en pobreza, sin un padre o madre capaces, o sufren las consecuencias de la violencia.
La fórmula para el desarrollo de un pueblo parece sencilla: el vecino protege nuestra casa cuando estamos fuera y nos llama si percibe un peligro. Las mamás jóvenes intercambian prendas de bebés, juguetes, libros y útiles. El muchacho ayuda a la vieja a cruzar la calle, le cede el paso en una fila, le ayuda a cargar bultos, la escucha con paciencia, sea su abuela o no. El nuevo en la oficina recibe el apoyo de sus compañeros. La extranjera es acogida con afecto, al margen de su cultura, sus ropas, su lengua, sus creencias.
En el mundo real, es muy difícil formar comunidad. Como aguijones de avispas que vuelan sobre la cabeza, las malas noticias nos rodean hasta hacernos daño, ofrecen mil excusas para encerrarnos en casa sin mirar la calle. Cerramos también los oídos para no escuchar lamentos de pordioseros, súplicas de migrantes o palabras de sabios que nos advierten de daños a la naturaleza o nos invitan a participar en proyectos para el bien común.
El inglés John Donne publicó en 1624 su poema “Ningún hombre es una isla”: no preguntes por quién doblan las campanas. Siglos han pasado y muchos insisten en separarse del continente humano, no se involucran en el trabajo de organismos que promuevan el desarrollo en mejores condiciones: igualdad, justicia, aceptación de las diferencias, inclusión de las personas neurodivergentes, seguimiento de normas, acatamiento de las leyes.
No contamos con la fórmula para lograr la utopía. Tenemos retos presentados por la realidad que compartimos con otros. Hay libros, películas y obras de arte que nos ofrecen motivos para reflexionar y tomar decisiones. Y miles de seres humanos alrededor, que necesitan nuestra ayuda.