¡Mentecato!, dijo alguien en el pasado para referirse a un hombre, sabiendo que en algún momento ese insulto llegaría a los oídos del aludido, quien se sentiría ofendido, incubando en el pecho un rencor oscuro, aumentado por las risas o miradas de personas en la calle, hasta que llegara el momento de enfrentarse al enemigo, para contestar su acusación con otra peor, como palurdo o imbécil. De ahí podrían pasar a los golpes o al duelo con armas.

Tanta gente ha vivido con resentimiento y dolor por haber sido víctimas de la maledicencia. Da escalofrío pensar en la cantidad de familias que crían hijos rencorosos, dolidos por la huella de una ofensa que un familiar o vecino dejó en el alma de su padre. Hay quienes ni siquiera recuerdan el origen de esa madeja de odio, pero la siguen enredando en el corazón.

El lenguaje, como invención humana, tiene su propia vida, evolución y cambios. Muda de piel como las serpientes, se puede arrastrar como reptil entre el fango de las emociones más bajas y llevarse consigo la paz del alma.

También, por supuesto, es una herramienta muy útil para trasmitir ideas, impartir conocimientos básicos, sintetizar procesos del pensamiento, recuperar la historia oral y ponerla de forma escrita.

Nunca antes, en la historia, las personas hemos tenido tantas oportunidades de comunicar lo que pensamos y sentimos. Al llegar el tercer milenio, con la ayuda de teléfonos inteligentes y la proliferación de las redes sociales, deberíamos navegar en un mar de palabras plenas de imágenes poéticas, frases de gran calado, párrafos complejos pero fascinantes.

Sin embargo, en muchos casos, la tecnología ha servido para insultar a otros, burlarse de las debilidades de los demás y atacar a quienes no piensan como uno. De las ofensas verbales, la distancia entre humanos se profundiza hasta estallar en forma de conflictos, separación entre hermanos, ruptura de sociedades y anulación de contratos.

Irene Vallejo, lingüista y escritora que ha conquistado el mercado editorial, nos enseña que las palabras sirven, sobre todo, para acercarnos. En sus libros, recuerda que el diálogo llegó a una cumbre importante en la filosofía de la Grecia clásica. Hasta entonces, el modelo de aprendizaje era el monólogo: “el hombre sabio hablaba y los demás escuchaban. Los tempranos filósofos helenos proclamaron que los individuos no podían ser inteligentes por separado, sino que necesitaban el acicate de otras mentes”.

Los humanistas de hoy están preocupados ante el incremento de la soledad no deseada que sufren segmentos de la comunidad tanto en ambientes rurales como en las ciudades. Los jóvenes, una franja de edad que siempre se caracterizó por formar grupos de apego incondicional, ahora confiesan que se ven afectados por un aislamiento que les hace sentirse rechazados por sus pares, entre la multitud. Quizá la pérdida del lenguaje cordial tenga relación con este fenómeno social.

Este es el mejor momento para recuperar el diálogo amable, el que tiende a construir puentes, consolidar amistades y clarificar el ambiente turbio para volverlo transparente. Si empleamos el lenguaje para expresar lo que sentimos de manera honesta, impregnando las frases de verdad, el otro lo siente, lo aprecia y responde de igual forma. Que así sea.

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