El oleaje que ha levantado la película de Rodrigo Prieto se expresa en olas furiosas que se levantan arrogantes, coronadas de espuma, al compás de un ruido estruendoso, del que se desprenden frases llenas de altanería: “Ese no es el Pedro Páramo que yo llevo en mi mente”, dicen los críticos.

Tienen razón, todos ellos. Traducir a imágenes y sonidos el mundo rulfiano es una tarea enorme, casi imposible. En principio, porque aunque seamos legiones los lectores que hemos leído la novela, en su idioma original o en traducciones a más de cuarenta lenguas, cada uno ha construido su propio personaje central, y ha creado en la imaginación a Juan Preciado, Miguel Páramo, Fulgor Sedano, Susana San Juan o el Padre Rentería.

Para crearlos, hemos partido de seres humanos reales, a los que hemos visto en el campo mexicano o en la calle, como expresiones vivas de los pobladores de las antiguas haciendas y las parcelas que les daban sustento. Luego, los vamos vistiendo con las ropas de colores, texturas y formas que nos parecen adecuadas para que se conviertan, todavía en la zona visual del cerebro, en los hombres y mujeres que pueblan el libro.

Más tarde, al leer los diálogos, les pusimos voz, es decir, acento, tono, inflexión y volumen. Cada uno de los personajes tiene su propia cadencia, y la mente es tan poderosa que podemos identificar en un parlamento la intención que el autor les impuso al escribir.

Por no hablar de los diferentes escenarios en que transcurre la acción: del campo árido a la lluvia, de las casas habitadas a las ruinas, de la iglesia a la plaza, el monte, los caminos. Y lo más difícil: la madeja emocional que se enreda en el corazón de Pedro Páramo, su mujer Doloritas, su enamorada adolescente y sus compañeras de cama, cuyo colchón da cuenta de un sexo mecánico, frío y carente de sentido. Un ejercicio impulsado por la fuerza y el poder.

Carlos Fuentes, en alguna de sus clases, nos dijo que, en entrevistas de medios, le preguntaban qué reacción tenía respecto de las opiniones de críticos que desmenuzaban sus novelas con afán destructivo. El autor respondía: “He sido diplomático y conozco muchas partes del mundo. He visto librerías, calles, plazas, escuelas, centros culturales y bibliotecas que llevan el nombre de escritores. Todavía no he visto algún lugar que lleve el nombre de un crítico”.

Llevar a la pantalla las grandes obras de la literatura es tomar el toro por los cuernos, enfrentar las astas que pueden provocar heridas mortales. Lo mismo ha ocurrido con Don Quijote, en cada película, musical o montaje teatral, desde el humilde esfuerzo de un grupo estudiantil hasta las producciones de Hollywood o de las poderosas fábricas de imágenes que tratan de dar vida al caballero de triste figura y a su fiel escudero.

Algo conozco de los hombres de Jalisco: he vivido con uno durante más de cuarenta años. Vi la película con mi marido, y al terminar estuvimos de acuerdo en que algunos de los actores, en particular Noé Hernández como Abundio, logran la dicción, el tono y el volumen de voz con que hablan los viejos jaliscienses, quienes conservan todavía los hilos de la urdimbre de las pláticas de aquellos pueblos que vieron crecer al niño Juan Rulfo, el que se acostaba sobre la hierba para imaginar cómo sería el paisaje tras los montes que rodeaban las casas vecinas a la suya.

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