El niño quiere irse lejos. Mira los cerros y se pregunta qué paisajes habrá en el lado oculto, como si se tratara de la Luna. Le fascina la idea de correr aventuras, para ser otro. Su fantasía está llena de los personajes y héroes que quisiera ser.

Después, el deseo trasmuta: una casa con muebles y un rincón donde estar seguro, un espacio que acoja a la familia, es lo que anhelan los padres jóvenes, que compran cunas y juguetes con ilusión renovada. Ellos hunden sus raíces en la tierra que les rodea para volverse sedentarios, aunque no hayan enterrado los sueños de viajar, de llegar al final de los caminos.

Si tenemos suerte, llegaremos a viejos. Un día sentiremos la nostalgia de recorrer de nuevo las ciudades en que vivimos, aunque los años transcurridos ahí no hayan sido los tiempos más felices, ni hayamos tomado las mejores decisiones de la vida. No iremos con el único propósito de caminar las calles ni de pasear por las plazas. Los altos edificios con tecnología de punta no nos parecerán tan impresionantes, porque el corazón estará en busca de nuestro ser de antes: el muchacho de huesos largos y pasos firmes, la chica de mirada limpia.

Queremos mirar los lugares donde alguna vez estuvimos para darles un nuevo lugar en nuestra vida. Nos encantaría que el tiempo regresara para entrar, aunque fuera por un rato, a los espacios que nos vieron crecer.

Borges lo dijo así: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito, yo me enorgullezco de las que he leído”. Nuestros libros favoritos en la adolescencia son viejos amigos que cuando los tenemos de nuevo en las manos nos ofrecen su argumento para comprenderlo con el criterio de la madurez. Grandes mentes vuelven una y otra vez al diálogo íntimo con autores que les han dado ideas, rumbo, luz y guía.

El origen de las peregrinaciones fue la búsqueda de reliquias en lugares sagrados. Los caminantes deseaban ver las imágenes, atravesar el umbral de puertas antiguas, respirar el aire helado de catedrales levantadas siglos atrás por alarifes imbuidos de pasión mística. Muchos regresan cada cierto tiempo al mismo sitio, para enriquecer su ciclo vital. Ningún camino se conserva idéntico a sí mismo, aunque sea marcado por las huellas del mismo ser humano cientos de veces. Al asimilar cada experiencia, pensaremos que algo en el cielo habrá cambiado, el color de la tierra, el murmullo del viento o la línea de las montañas en el horizonte.

Lo que realmente ha cambiado es la forma en que nos apropiamos de lo vivido con el cuerpo que nos fue dado; el cerebro con que pensamos, los ojos con que vemos y así todos los sentidos, incluido el sexto, el que exige mayor concentración, templanza espiritual y silencio interior.

Si tenemos la fortuna de visitar el lugar de la infancia, quizá podremos hablar con el niño que llevamos dentro, para abrazarlo con toda la ternura posible, para decirle que logrará sus propósitos, para darle aliento y reducir el impacto de los males que se avecinan y sabemos inevitables, y luego volver a nuestro presente, al final del viaje, con la fuerza necesaria para seguir viviendo.


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