Estudiar la felicidad, analizar los factores que la definen, observar con cuidado cada uno y crear con todos una receta para que los seres humanos se sientan plenos, conformes con la suerte que les ha tocado, decididos a atesorar las riquezas del pensamiento, cuidando la salud física, mental y emocional. Ese es el trabajo de Arthur C. Brooks, profesor de Harvard University.
Este científico social, autor de varios libros con enorme éxito en el mercado, ha tenido una vida digna de una serie: nació en 1964 en Spokane, estado de Washington, USA. Su padre fue un matemático; su madre, artista. Estudió en el Instituto para las Artes de California y se convirtió en músico. Durante años, tocó el corno francés en la Orquesta de la Ciudad de Barcelona. Mientras se ganaba la vida como músico, estudió la carrera y una maestría en economía.
Los estudios de Brooks parten de las preguntas: ¿Qué es la felicidad? ¿Qué hace felices a las personas? ¿Se puede conseguir el bienestar a través de un esfuerzo continuo?
Según los seguidores de las teorías impulsadas por Brooks, es posible para todos lograr un estado de satisfacción, claridad de pensamiento, definición de metas, visión clara y gozo cotidiano. Sin importar tu grado académico, la inteligencia cognitiva que poseas o el dinero que haya en tu bolsillo.
Lo más importante de todo es tener una red de apoyo. Esta es la conclusión a la que llegaron todos los participantes en una investigación que se ha realizado a lo largo de 85 años en los laboratorios de Harvard. Hay que tener amigos, estar cerca de la familia, procurar su cercanía, practicar las habilidades sociales y cultivar relaciones profundas.
Para lograrlo, no hay como invitar a otros a tu casa, y visitarlos en la suya.
Tengo la fortuna de tener cerca a mis tías. Son mujeres valiosas, inteligentes, bellas y con enormes talentos. No exagero. Mi madre fue la primera de sus hermanos y primos en casarse. Yo nací a los dos años de su boda, por lo que asistí a las ceremonias de matrimonio de mis tías, desde que era pequeña hasta la adolescencia. Cuando llegué al mundo, me vistieron con los suéteres tejidos por mis tías y me arroparon con las cobijas que ellas crearon. Treinta años más tarde, hicieron lo propio con mis hijos recién nacidos, y treinta años después han tejido para mis nietos.
Algunas conservan los muebles que compraron sus padres hace muchos años. Reconozco cada sofá, la mesa y la vitrina del comedor. Sirven en vajillas que me cuentan historias de familia. Hay retratos de mis antepasados por todas partes, y las pinturas que me fascinaban cuando de niña pasaba fines de semana o vacaciones de verano en sus casas.
Invitar amigos a comer en un restaurante ofrece muchas ventajas: nadie tiene que cocinar ni lavar loza. Pero ese lugar es impersonal, ahí no viven los hijos ni los nietos, por lo que no podemos tejer una relación de cariño con ninguna otra persona de la familia; solo vemos a los amigos que acuden a nuestra cita.
A mediados del siglo XX, los queretanos vivíamos en casas con siglos de antigüedad que abrían las puertas a la calle. Alguna vecina llegaba sin previo aviso al zaguán y anunciaba su presencia. Alguien salía a recibirla y la conducía a la sala, el comedor, el patio e incluso al dormitorio. Los abuelos vivían con hijos y nietos. No todo era miel sobre hojuelas, pero casi.
Hoy, pocas personas reciben en casa. Yo no pierdo la oportunidad: es una delicia ver a los bebés, hablar con los jóvenes, comer los platillos que se cocinaron en la estufa o salieron del horno. En el patio de mis amigas, a la sombra de un limonero, servido en tazas tan usadas que han sufrido alguna herida, el café sabe a la historia de generaciones, a la fuerza del cariño.
Nosotros siempre hemos sabido lo que acaban de descubrir en Harvard.