El único santo católico que ha vivido en nuestra tierra fue el fraile Junípero Serra, del convento de San Fernando en la Ciudad de México. Este mallorquín talentoso, quien fue presidente de las cinco misiones franciscanas de la Sierra Gorda en el estado de Querétaro, es considerado fundador de California, en los Estados Unidos.

Serra fundó la misión de San Buenaventura en 1782, lo que inició una ciudad que es el centro de un condado a lo largo de la costa del Pacífico, con tierras fértiles y economía sólida.

Por otra parte, es una región que vive bajo constantes amenazas: terremotos, sequías e incendios. El fuego que comenzó hace pocos días, para el sábado 9 de noviembre de 2024, había destruido cerca de 10 mil hectáreas y evacuado a 10 mil familias.

El mundo en que vivimos es frágil y su fragilidad nos puede hacer añicos. Aunque los seres humanos nos preciamos de crear, inventar y desarrollar proyectos inverosímiles, la naturaleza puede destruir esas obras en unos minutos. La dana que afectó a Valencia, España, hace pocos días, es claro ejemplo de la fuerza de la lluvia, que penetra, arrastra, inunda y mata.

Todavía hay personas de mente cerrada, ciegas ante el infortunio, incapaces de establecer una relación entre sus acciones irresponsables y el calentamiento global. Sin embargo, al vivir una experiencia devastadora la mente comprende y se forma la conciencia.

Mi familia y yo vivimos en Santa Bárbara, California, muy cerca de los lugares afectados por cuatro incendios. El recuerdo de las llamas del incendio de 2007 todavía me estremece.

Los vientos de Santa Ana vienen del desierto Mojave y la Gran Cuenca que se forma entre la Sierra Nevada y las Montañas Rocosas. Su velocidad media es de 65 kilómetros por hora, pero pueden alcanzar magnitudes de huracán.

Las casas de Santa Bárbara que se quemaron del piso al techo atesoraban objetos valiosos, desde cuadros y esculturas hasta equipos de alta tecnología. Antigüedades, tapices y cortinas gruesas, maderas finas. Hay que imaginar lo que esas familias han reunido en décadas, y luego multiplicar esa cantidad por más de doscientos. Todo desapareció, como escribiría Jorge Manrique: “Allí van los señoríos, derechos a se acabar y consumir”.

Nueve edificios de la universidad se perdieron: dormitorios, laboratorios, salones de clase. Catorce casas de profesores fueron consumidas por las llamas: muebles, libros, fotografías de los abuelos, documentos de familia. Todo se redujo a cenizas. El dolor producido por esta devastación dura muchos años. Las pérdidas son irremediables. Fui parte de la comunidad consumida por la impotencia.

José Emilio Pacheco, gran escritor mexicano de la generación de medio siglo XX, escribió el poema “El reposo del fuego”, que tiene una estrofa profética: “Y el reposo del fuego es tomar forma / con su pleno poder de transformarse / fuego del aire y soledad del fuego / al incendiar el aire que es de fuego. / Fuego es el mundo que se extingue y prende / para durar (fue siempre) eternamente”.

Todos quisiéramos una existencia libre de incendios. Es imposible. A lo largo de la vida tenemos que sufrir el golpe del viento cargado de proyectiles en llamas. Te deseo la capacidad de enfrentarlos.

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