El calendario marcaba 1969, o cualquier año de la década siguiente. La pubertad llenaba los rincones de mi cuerpo con explosivos destellos de hormonas. Vivía con los ojos abiertos a la belleza del mundo y los oídos prestos para escuchar los rumores del viento.
Mi madre y mis tías preparaban los viajes con la diligencia con que habían formado familias y negocios. Nosotros somos ocho; nuestros primos más cercanos, cinco. Para comenzar, trece. Pasaban los días, el grupo aumentaba, incluyendo amigos mexicanos y extranjeros. Los adultos no habían cumplido cuarenta años: juventud, ilusiones y energía.
Las mamás horneaban panqués para varios días. Los padres compraban cajas de leche Carnation y alimentos enlatados. Quitaban sillones de las dos camionetas Suburban para colocar colchones donde durmieran los bebés y niños pequeños.
Salíamos al amanecer como una tribu de gitanos o artistas de circo. Llevábamos carpas y tiendas de campaña, ropa ligera, sombreros y ganas de ver el mar. Estos renglones son insuficientes para describir la incomodidad de transitar en aquellos vehículos grandes y pesados, sin aire acondicionado, que sufrían al atravesar la Sierra Madre Occidental, la Tierra Caliente de Michoacán, o la presa del Infiernillo, que hace honor a su nombre.
Al atardecer, llegábamos a nuestro destino: playas casi vírgenes del océano Pacífico. El olor del mar era tan intenso como un gigante invisible cuyo aliento entrara por la nariz y llenara todos los órganos. Al sentir su fuerza, los poetas de la Grecia antigua crearon dioses poderosos. Algas, peces, mariscos, plancton, toda vida marina exhalaba sustancias que permanecían flotando en el aire o disueltas en la inmensidad acuática que se unía al cielo en la lejanía.
Los mayores armaban el campamento sobre la arena, cerca de palapas que indicaran presencia humana, cuidando que el oleaje de la pleamar respetara nuestro espacio. Al alba, esos muchachos alegres que eran mis tíos se levantaban para capturar la pesca que las cocineras costeñas convertían en platillos de lujo.
Los nombres de playas impregnan mi memoria de nostalgia: Petacalco, Las Peñitas, Barra de Navidad, Tenacatita... los grandes escudriñaban los mapas y durante el día nos llevaban a conocer posibles destinos para el año siguiente.
En cuanto el sol aparecía, su calor nos hacía escapar de las tiendas y buscar la sombra de las palapas. Los niños jugaban en la arena sin obedecer a las mamás. Después, dedicábamos horas a curar su piel enrojecida, salpicada de ampollas que no les dejaban dormir. Remedios caseros sustituían a cremas hidratantes y bloqueador solar.
Estar en una playa virgen, llenar los oídos con el sonido del océano, admirar la caligrafía que dibujan al vuelo gaviotas y pelícanos, sentir las burbujas que denuncian a las almejas que respiran bajo los pies, seguir el camino de los cangrejos que van de espaldas entre pajarillos que corren, contemplar la esfera de fuego morir en el horizonte, y por las noches mirar el cielo estrellado sobre largas extensiones de tierra sin luz eléctrica, todo momento en esa vivencia ayuda a comprender los eternos enigmas de esto que llamamos vida.