A siete días de concluir el mandato de Andrés Manuel López Obrador, analistas y opinólogos debaten sobre los logros alcanzados y las acciones incumplidas durante su sexenio. Las encuestadoras capturan el porcentaje de aprobación con el que termina su gobierno. Y los opositores celebran que se vaya, mientras que sus seguidores lo despiden con melancolía.
Más allá de críticas o alabanzas en torno a las acciones realizadas por Andrés Manuel López Obrador en su paso por la presidencia de México, un hecho que marcará la memoria de los mexicanos fue su capacidad para involucrar a la gente en el ejercicio de la participación política. “Revolución de las conciencias”, la denominó AMLO, cuya acción implicó transformar el sentido común de las personas frente a las formas de dominación y poder.
López Obrador identificó que uno de los puntos más débiles de las democracias liberales es su incapacidad para reconocer el papel que juega la “dimensión afectiva” en la construcción de identidades políticas. Las personas necesitan sentir que su involucramiento en política les da voz, las empodera.
La adhesión a un proyecto político se produce a través de la identificación con los valores democráticos, y esto constituye un proceso complejo donde los afectos tienen un papel crucial.
Una cuestión, a la que sus críticos le dieron poca importancia, fue la manera en la que AMLO concibió la política democrática. Reiteradas ocasiones señaló que para llevar a buen término un conflicto debía transformarse el enemigo en adversario.
Cuando surge un conflicto, lo fundamental es que no adopte la forma de una contienda entre enemigos, sino entre adversarios. Este matiz no es menor. Al tratarse de adversarios el oponente deja de ser considerado un enemigo al que debe destruirse para convertirse en alguien, cuya existencia se concibe como legítima en un espacio de lucha democrático.
Este giro es importante, en tanto que el desafío de la democracia es establecer la distinción nosotros/ellos –constitutiva de la política– de modo que esta relación sea compatible en un marco de pluralidad y respeto.
La interpretación errónea que los opositores hicieron de este giro político fue leerla en clave de “polarización”. Por eso acusan a López Obrador de polarizar a la sociedad.
A diferencia de los intelectuales orgánicos que plantean mantener las pasiones por fuera de la política –o mejor aún, enmascarándolas de racionalidad–, López Obrador asume que los afectos colectivos desempeñan un rol fundamental en la constitución de identidades políticas.
Lo que está en juego en la relación adversarial nosotros/ellos, es la confrontación entre proyectos hegemónicos que nunca podrán reconciliarse de manera racional. Siempre estará involucrada la “dimensión afectiva”, porque es la que ofrece la posibilidad real a los ciudadanos de movilizar sus pasiones en torno a proyectos democráticos.
La gente lucha contra diversas formas de injusticia que padece en su vida cotidiana y los afectos colectivos la llevan a identificarse con quienes comparte valores para actuar políticamente. Esto es, lo que supo movilizar Andrés Manuel López Obrador. La impronta de su legado político.
Doctorada en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Posdoctorada por la Universidad de Yale