Érase que se era un pequeñín que gracias a un hechizo estuvo a punto de convertirse en Gigante.
Pero no. Hete aquí que el mínimo Santiaguito, emulando a su primo Pedrín, prefirió la vieja estratagema de ¡Ahí viene el lobo! que hizo que todos le creyéramos muy tontamente. Y que lo arropáramos, cuidáramos y mimáramos al grado de perdonarle sus mentirijillas y protegerlo de los monstruos que lo acechaban amenazantes. Y es aquí donde se confunde el relato. Hay quienes dicen que Santiaguito se asustó porque una de esas horripilantes criaturas lo paralizó del miedo cuando se acercó para gritarle algo atroz y despiadado: ¡Buuu! Lo que fue suficiente para que Santiaguito desandara el camino, dejara atrás el peligroso bosque y se dirigiese a la colina de la mediocridad.
En cambio, hay quienes aseguran que lo que realmente ocurrió fue mucho más sencillo: alguien puso detrás de él un platito con frijoles; le tocaron levemente el hombro, el volteó y al ver tan maravilloso regalo se fue muy agradecido.
Pero ya dejándonos de cuentos, la página ahora toca escribirla al Senado y esta pequeña historia ya no es nada graciosa. Santiago Nieto Castillo no tiene derecho a decir que siempre no, que mejor así, que ahí muere. No. Su actuación no puede estar sujeta a capricho. Él tenía un cargo institucional y está obligado a explicar por qué fue removido. Qué sabía de espinosísimos asuntos que lo llevaron a conflictuarse con el gobierno federal, que por eso decidió contarle la cabeza. Y a propósito su Robespierre región cuatro también debe comparecer para que explique que lo llevó a guillotinar al entonces titular de la Fepade, sin siquiera escuchar sus razones. Si no es así, navegaremos sin brújula en las aguas que desembocan en 2018. De por sí: no hay procurador general; no hay fiscal de la Nación; ni fiscal anticorrupción; ahora tampoco fiscal contra delitos electorales. ¿Así o más caóticos?
Por supuesto que nadie puede obligarlo a regresar y es un hecho que ya se fue. Además, quien querría a estas alturas a un blandengue y timorato. Pero son urgentes dos cosas: que se elija a un fiscal con verdadero reconocimiento social y no sólo partidista; un hombre valiente y absolutamente autónomo. Aunque es igualmente indispensable, que se determine con todas sus letras si el gobierno federal priísta tiene facultades para removerlo cuando se le pegue la gana.
Sería tanto como que en un torneo de cinco o seis equipos, sólo uno de los entrenadores pudiera sacar la tarjeta roja al mismísimo árbitro y echarlo del juego. Desastroso.
Periodista. ddn_rocha@hotmail.com