“La soledad es un eco que atraviesa las montañas del tiempo, un espejo que multiplica las grietas del alma hasta convertirlas en fractales de memoria. No es un estado, sino una condición, una constante que late bajo las capas de ruido que llamamos sociedad.

Entonces escribo cartas, a él, a ella, a ellos, a los que ya no están a lo que ya no tengo, cierro el sobre y lo meto en mi corazón en lo más profundo donde yace el perpetuo silencio”.

En México, donde los días arden y las noches susurran canciones de Chavela, la soledad tiene un sabor particular: mezcla de ausencia y esperanza, de historia y silencio.

En el corazón de nuestras ciudades, entre los muros desgastados por la lluvia ácida del progreso, la soledad no se esconde. Se exhibe en la mirada de los vendedores ambulantes, en la sonrisa forzada del mesero que atiende a los amantes y en los rostros ausentes de quienes viajan en el bus. No es una soledad que busca redención, sino una que se alimenta de sí misma, que nos recuerda que estamos solos, incluso en el abrazo más cálido.

Así, la soledad se convierte en una narrativa, una forma de leer al otro y a uno mismo. Somos espejos que reflejan no lo que somos, sino lo que queremos ser. Esa distancia entre el reflejo y la realidad es el territorio donde habita la soledad. Allí, las palabras se vuelven puentes frágiles, intentando conectar islas de humanidad que flotan en un océano de incomprensión.

En nuestras historias, desde los códices hasta las novelas contemporáneas, la soledad es un personaje recurrente. Está en la voz que narra, en el héroe que busca y en el lector que interpreta. Carlos Fuentes, maestro de las letras, entendió que la soledad no era un tema, sino una condición inherente a la existencia. En sus páginas, los personajes cargan con su soledad como si fuera una sombra, inevitable y eterna.

Pero la soledad no es solo una condena, es también una posibilidad. En el silencio del aislamiento, se gestan las ideas que transforman al mundo. En la introspección, se encuentran las semillas de la revolución. Somos, al final, criaturas de contradicción: buscamos la compañía y tememos perder la individualidad. Deseamos el amor, pero también anhelamos el espacio donde ser nosotros mismos.

En este país, donde el pasado es una herida abierta y el futuro una promesa incumplida, la soledad es un terreno fértil para la reflexión. Nos obliga a mirarnos al espejo, a enfrentarnos a las máscaras que usamos para protegernos de los demás y, a veces, de nosotros mismos. Y en esa mirada, entre las grietas y los reflejos distorsionados, quizás encontramos un atisbo de verdad.

Así, la soledad no es un fin, sino un proceso, un viaje que nunca termina. Es la fuerza que nos empuja a crear, a soñar, a amar. Porque en el fondo, sabemos que la soledad no se vence al huir de ella, sino al abrazarla, al entender que es parte de lo que somos. Y en esa aceptación, encontramos no solo consuelo, sino también belleza.

*Artista visual, escritora y terapeuta

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