Es innegable que el problema más grave que enfrenta nuestro país es la inseguridad. La escalada de violencia que azota a gran parte del territorio nacional parece un monstruo de múltiples cabezas que no está dispuesto a ceder. La magnitud del problema es tal, que todos los gobernantes y tomadores de decisiones deberían estar abocados de tiempo completo a resolverlo. No obstante, el poco tiempo que le dedican algunos está plagado de ocurrencias y disparates, mientras los ciudadanos seguimos sin encontrar respuesta a la gran pregunta: ¿qué hacer?
No es un secreto que el gobierno federal es completamente omiso en su deber de combatir al crimen. La política de “abrazos, no balazos” retrata a un régimen que apapacha a la delincuencia, mientras los ciudadanos indefensos buscan la protección de policías estatales y municipales mermados por los recortes presupuestales del austericidio. Pero además de quitar recursos para la protección de la ciudadanía y la contención de la delincuencia, el gobierno federal eliminó todos los recursos para la prevención del delito.
Durante muchos años el presidente López Obrador ha repetido que la política de prevención se basa en “atender las causas”, pero esta determinación no pasa de ser un lugar común, una ocurrencia sin ningún fundamento. Diversos estudios demuestran que la disminución de la pobreza no tiene correlación con la disminución del crimen, pero que la disminución del crimen sí puede ayudar a disminuir la pobreza.
Un ejemplo de ello son los estados del sur del país, en donde la extorsión y la intervención de la delincuencia organizada ha encarecido y monopolizado diversos productos y servicios. De nada sirve que la gente reciba apoyos gubernamentales si esos recursos se destinarán a solventar las consecuencias de tener una criminalidad desatada. Por eso, una política real de prevención incluye, por lo menos, tres medidas necesarias: 1. Detección de puntos de riesgo, 2. Integración de las autoridades con la comunidad y 3. Solución temprana de conflictos.
Con la detección de zonas de conflicto, instalaciones propicias para la delincuencia y lugares de difícil acceso para corporaciones de seguridad, el gobierno puede implementar otras medidas para evitar que a partir de estos puntos la delincuencia se extienda a otras zonas. La obtención de esta información pasa necesariamente por el despliegue de servidores públicos que puedan construir vínculos estrechos con la comunidad, lo cual refuerza la interacción de la ciudadanía con la autoridad y hace más inmediata la primera respuesta en situaciones críticas o de riesgo.
Finalmente, es indispensable fortalecer las instituciones encargadas del primer contacto con los conflictos. Aquí los juzgados cívicos juegan un rol clave porque del éxito de su intervención para resolver controversias, depende buena parte de la confianza en las instituciones y en las autoridades. Todas estas funciones recaen en el municipio, la más importante de las comunidades intermedias entre el Estado y la persona.
Si se quiere resolver en serio el problema de la inseguridad en México se debe comenzar ahí, en el ámbito municipal; ese punto que todavía es el hogar, pero que ya es la patria.