La democracia no es simplemente una regla de mayoría. Las constituciones democráticas anteriores a la Segunda Guerra Mundial instituían con mayor ingenuidad la validez de la regla de mayoría y la legitimidad de los actos de autoridad provenientes de los gobiernos así formados. Sin embargo, los horrores políticos del Siglo XX que fueron facilitados y justificados por la regla de mayoría como el nazi-fascismo, obligaron al mundo democrático a pensar en una fórmula diferente que pudiera evitar la barbarie, así proviniera de la voluntad mayoritaria. La expresión seminal más clara de esta restricción la representan la Carta de las Naciones Unidas (1945) y la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). Ambas se refieren a que el progreso humano es posible a condición de que se respeten los derechos que derivan de la dignidad de las personas y a que la cooperación internacional sea el único recurso para dirimir conflictos. Proscribir la injusticia y la guerra como herramientas de acción del Estado fue el propósito de ambos documentos aceptados por los países miembros de las Naciones Unidas.
Las constituciones más avanzadas fueron adaptando estos principios a sus regímenes internos y estableciendo los equilibrios políticos y jurídicos necesarios para garantizarlos. En el constitucionalismo contemporáneo es aceptado que la voluntad de la mayoría no basta para validar actos de poder gubernamental. Ningún poder del Estado puede presumir que ha actuado con validez constitucional si viola los derechos fundamentales, los medios por los cuales el poder público hace posible su defensa o daña las instituciones que regulan y contrapesan el ejercicio del poder.
De ahí que legislaciones espurias como la “Ley Bonilla”, como la violación de jure del principio de presunción de inocencia en la ley de extinción de dominio, o el impacto ilegal que daña la naturaleza en nombre de otras prioridades, sean inaceptables y los ciudadanos puedan oponerse a ellas. Las reformas a las leyes en materia educativa, hechas para favorecer a la CNTE, que atentan contra el derecho de la infancia y la juventud a la educación de calidad establecido en el artículo tercero. Estos son unos cuantos ejemplos de actos legislativos de mayoría que están destinados a terminar en juicios de constitucionalidad por la resistencia contra ellas de grupos que ven afectados sus legítimos derechos.
El discurso maniqueo que estigmatiza todo acto contrario al gobierno mayoritario de Morena como “conservador”, “saboteador” o “conspirativo” se estrella frente al hecho establecido en la Constitución y en los tratados y convenciones internacionales de que los derechos humanos y los medios necesarios para ejercerlos no pueden ser suprimidos, mellados o violentados apelando a la voluntad de una mayoría que así lo habría decidido. Más aún, si bien el artículo 135 constitucional establece el mecanismo de reforma de la Constitución, es válido sostener que ni el Poder Constituyente tiene el derecho legítimo de erradicar de la Carta Magna los derechos humanos o los contrapesos del poder, porque ella misma prohíbe la regresión en la materia por parte de cualquier autoridad.
Ningún acto de gobierno que se encamine en contra de los derechos sustanciales establecidos en la Constitución y los tratados internacionales suscritos y ratificados por México puede reclamar legitimidad constitucional, así sea resultado de una votación de mayoría en el Congreso, en un cabildo, o provenga del Ejecutivo o del Judicial. La historia de México es la historia del abuso del poder y la violación de derechos de personas y comunidades desde el Estado. Pero esa misma historia es la historia de la resistencia tenaz que ha hecho posible que el país haya cambiado un sistema político autoritario por una democracia débil y defectuosa sí, pero no por ello desechable.