En las últimas semanas hemos visto en varios países de AL grandes quiebres de la estabilidad política. En Ecuador, Chile y Bolivia, tres países en los que se celebran elecciones regularmente; dos de ellos, Chile y Ecuador, en los que ha habido alternancias de partido gobernante ahora vemos grandes y graves protestas masivas que reclaman justicia en donde ha predominado un “modelo” económico productor de desigualdad social y política. Bolivia, país en el que ha gobernado varias veces el mismo presidente y su tercera reelección parece afirmarse.
En 2018 Brasil y México fueron conmovidos por cambios drásticos en la orientación del electorado. En el primero, la mayoría se inclinó a favor de la extrema derecha después de haber tenido varios gobiernos de izquierda que hicieron transformaciones profundas en el horizonte socioeconómico del país. Entre las más notables está sin duda la reducción de la pobreza; un año después Brasil ya registra una regresión por el aumento del número de personas en condición de pobreza. En México la mayoría llevó a la presidencia a una opción de izquierda que, a su vez, se impuso como mayoría absoluta en el Congreso.
Estos giros drásticos apuntan a un mismo fenómeno: la gran brecha que se ha formado entre las condiciones democráticas de acceso al poder y las formas de ejercerlo que deshonran ese origen democrático. Los giros bruscos de preferencias electorales y/o la erupción inesperada de grandes protestas sociales revelan una insatisfacción profunda con “la política”, los partidos, los gobiernos, las instituciones. Esta insatisfacción es con el ejercicio del poder del Estado por parte de cualquier poder político que pudiera haber llegado a dirigirlo. El bajo crecimiento económico, la mediocridad de los servicios de educación y salud, las pensiones de hambre, la pobreza endémica, la desigualdad, la corrupción, la arbitrariedad, la impunidad de los poderosos grandes, medianos y pequeños, la exclusión, el clasismo y el racismo dan como resultado una convicción de que nos hemos quedado sin alternativas y, para muchos, especialmente los jóvenes, sin horizonte de futuro.
Como lo muestra el informe de Latinobarómetro 2018, el rechazo no es a la forma democrática de elegir gobierno, sino a la forma en que se gobierna, a la relación entre régimen político y sociedad, a la ausencia de herramientas de la sociedad para controlar y orientar el poder político en su actuar cotidiano. Es, pues, una crisis de representación política de la sociedad en el Estado.
A más de cuatro décadas de la tercera ola de la democracia, los ciudadanos de América Latina podemos más o menos elegir gobernantes (con excepción de tres dictaduras: Cuba, Venezuela y Nicaragua), mediante comicios y sin violencia, pero los gobiernos dan resultados decepcionantes y algunos se aferran al poder para no soltarlo ni cuando pierden en las urnas. Vemos, así, pruebas fehacientes y vivientes de cómo las democracias sin instituciones que habiliten y controlen el ejercicio del poder para que sirva son tan frágiles como castillos de naipes ante un soplo. La lección es contundente: sin democracias constitucionales sólidas, sin Estados que se hagan cargo de todos los derechos humanos no hay futuro.