El mundo entero se lamenta de la lejanía con que sus gobernantes miran hacia los representados. No trabajan para quienes representan, sino para sí. La revuelta contra la democracia se concentra en elevar líderes que “resuelvan” los asuntos del verdadero “pueblo”. Y estos líderes se encumbran por medio de elecciones para desplazar a los “malos” gobernantes. Las elecciones son la herramienta indispensable con la que los ciudadanos tradicionalmente se han sacudido gobiernos incompetentes, autoritarios, violadores de derechos, genocidas o corruptos, o todo eso junto.
El fenómeno que estamos observando es que entre los dirigentes que galvanizan la ira y el resentimiento, avanzan los que pregonan que todo está podrido, y solamente ellos lo pueden regenerar. La podredumbre es tanta, dicen esos líderes, que cualquier crítica que se les dirija es, per se, sospechosa de complicidad con el lodazal en que se habría convertido todo espacio de las instituciones del Estado, a excepción de los que ellos han llegado a desinfectar.
Es obvio el peligro que implica ese pregón: todo lo que ofrezca resistencia merece condena. Al utilizar las instituciones a voluntad, tienden a suprimir los límites y justificar que todo se vale con tal de representar al pueblo que ha sido ofendido. Quienes se suman al resentimiento como bandera política son presa fácil de la manipulación porque facilitan que este poder se ponga al servicio de intereses especiales.
Llegados a este punto se pueden desencadenar consecuencias como controlar o combatir al parlamento, la esencia de la democracia moderna, destituir o desprestigiar a los poderes que administran la justicia, socavar a la prensa y su credibilidad y, si es necesario, alterar las condiciones para que en el futuro no pueda reflejarse en esas instituciones ninguna otra opinión o voluntad que no sea la autorizada por la nueva clase dirigente. Ese tipo de gobernantes puede aspirar a perpetuarse en el poder inclusive a costa de la más elemental de las herramientas de la democracia: el sufragio libre, contante y sonante. Puede convencerse a una parte del público que sus intereses estarán mejor resguardados si son sustraídos del alcance del electorado; puede hacerse trampa para que el voto favorezca sistemáticamente a los aliados y descoloque del juego a los adversarios y, desde luego, se puede intentar alterar las elecciones. La democracia en el mundo está siendo asaltada en nombre de ella misma por impulsos autocráticos que reciben el respaldo o la complacencia de grupos influyentes de la población, sean mayoritarios o minoritarios.