Se reclama hasta la saciedad el “estado de derecho”. También, que en México lo que tenemos es el “estado de chueco.” A diferencia de presidentes anteriores, el actual ha invocado ambos dichos, primero como candidato y desde su investidura como titular del Ejecutivo. Nadie puede negar que en México los signos definitorios del estado de derecho son tenues y que mejorarlos es una aspiración generalmente difusa y confusa. Hace unos días el Presidente de la Suprema Corte rindió su informe anual de labores y en él repitió el compromiso de la rama del Estado que preside por avanzar en esa dirección. En medio de signos desalentadores por la concentración de poder en el Ejecutivo, hay que decir que el ministro Arturo Zaldívar parece haber tomado el toro por los cuernos: limpiar la judicatura de corrupción, nepotismo e impunidad, dignificar y profesionalizar las funciones de jueces y magistrados y hacer que la sociedad crea en la impartición de justicia porque efectivamente le llega, lo que en este país se antoja inalcanzable. Apoyado en el Consejo de la Judicatura, el Presidente de la Corte ha puesto en marcha una política radical de cambios que incluye remoción de jueces y magistrados que han incurrido en situaciones indebidas y una serie de reformas conducentes a cambiar la manera de proceder de los impartidores. El objetivo último es ganar la confianza de la sociedad haciendo que la justicia llegue hasta los más necesitados. El informe pone una nota de optimismo en un panorama desalentador. Plantea llevar a ese poder del Estado a una nueva etapa en que cumpla su función de impartir justicia en serio.

La realidad del estado de derecho en México ha sido y es una ausencia y una aspiración. La mínima definición que podemos encontrar en el Diccionario del Español Jurídico lo concibe como: “organización política de la comunidad orientada a la limitación del poder para preservar una esfera autónoma de acción y de realización a los ciudadanos,” y más adelante: “en el estado de derecho no hay sitio para el gobierno de los hombres, sino que es el ‘reino de las normas’.” Si atendemos a la primera parte de la definición, en México la organización de la comunidad para limitar el poder es sumamente precaria, no hay límites suficientes al poder arbitrario de otros individuos ni de los poderes políticos. Más aún, la “comunidad” participa, a veces por la fuerza de costumbres invetereradas, del uso arbitrario del poder individual y colectivo. De otro modo es inexplicable la persistencia de la implicación individual y social en la corrupción y la impunidad. De ahí que la injusticia en este país sea la norma, no la excepción y, por consiguiente, una deuda endógena centenaria que la sociedad mexicana ha contraído por cuenta propia. El último índice del World Justice Project nos sitúa en el lugar 99 de 126 países, y año con año vamos cayendo. Ningún estado de la República medido por separado llega siquiera a la mitad de la calificación; todos están reprobados.

Construir un verdadero estado de derecho en México, si acaso, llevará décadas, y a pesar de las buenas intenciones del presidente de la Corte, los momios están en contra gracias a la reactivación de un presidencialismo desatado que busca regresar a los tiempos en que el presidente era “el Justicia Mayor”. Veintidós millones de clientes de programas sociales que operan arbitrariamente y sin controles se perfilan para ser el nuevo rebaño electoral con el que se busca adocenar el proyecto hegemónico de Morena. Por lo pronto la gran prueba que tiene frente a sí la Suprema Corte es impartir justicia hacia abajo sin abandonar su deber de hacer justicia hacia los lados, controlando la constitucionalidad de los demás poderes del Estado: el Ejecutivo, el Congreso y los estados y municipios, desde donde se emiten actos limítrofes con o transgresores de la constitucionalidad. En estos momentos la Corte tiene en su cancha la “ley Bonilla,” notoria entre los desvaríos de poder de la mayoría en el gobierno. Esta y otras serán pruebas de ácido para saber de qué material está hecha la judicatura llegada la hora de la verdad para una justicia históricamente denegada hacia arriba y hacia abajo.

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