Hubo una vez, en aquellos tiempos en los que aún no había internet al alcance del público en general, que las personas utilizábamos como medio de comunicación las cartas escritas, sinónimo de epístolas, hoy un término arcaico. Las escribíamos para comunicarnos con quienes nos eran o son importantes.

Hoy, las generaciones jóvenes suelen saber de ello cuando observan alguna película de época y ven como se utilizaba ese medio para que una persona le hiciera saber algo a otra utilizando alguna o varias hojas de papel conteniendo un texto escrito a mano y que se doblaban par ser depositadas en un sobre que el emisor enviaba al receptor a través de un tercero o utilizando el correo con tal propósito.

Quienes tuvimos la oportunidad y el gusto de escribir o recibir una carta para comunicarnos con la familia, amistades o con aquella persona que por el hecho de serlo sacudía nuestras emociones y nuestros sentimientos cuando de escribir sobre el amor se trata, sabemos de la importancia que tenía y de la enorme expectativa que trae consigo el intercambiar esos escritos, en especial cuando lo hacíamos a mano, ya que implicaba la certeza de la letra y el toque de intimidad que hoy día es muy distinto, si no es que ha desaparecido ante la inmediatez y la brevedad del contenido en los mensajes que han llevado a las cartas al cajón de los recuerdos o inclusive a la obsolescencia.

Me imagino en un tiempo más lejano aún, aquellos jóvenes enamorados que por alguna razón la distancia se interponía entre ambos, qué importante y trascendente era el enviar o recibir alguna carta en la que intercambiaban en letras aquello que estaban impedidos para charlar sobre lo que ocurría en sus respectivas vidas cotidianas, sus sentimientos y aquellos textos plenos de intimidad en los que mencionaban el amor que sentían ambos, aderezados por algún poema, que con aparente inocencia pretendía ser un dardo dirigido con el propósito de incrementar ese gusto de necesitarse. Si la distancia era obligada por algún drama como la guerra, supongo que el alma pendía de un hilo en la bolsa de cuero del cartero en turno.

Las cartas que por cualquier razón se han conservado y trascendido la vida, tanto de quien las escribió como de quien las recibió, son testimonios de una probadita del estilo de vida en su momento y del pensamiento de quien las escribe, en especial de personajes que nos inspiran, como el caso Juan Rulfo, a quien admiro profundamente como escritor y fotógrafo.

Siendo un personaje público, la correspondencia que compartió con el gran amor de toda su vida, Clara Aparicio, quedó como un legado de 81 cartas reunidas en un libro titulado Cartas a Clara y que nos permite conocer una faceta más íntima del autor de las epístolas, al tiempo de conocer, además de su historia de amor, muchos otros detalles sobre el país que le tocó vivir y que culturalmente es una delicia conocer.

Una carta, escrita de puño y letra, no un mail, un chat u otro cualquier a través de un dispositivo electrónico, es algo que solemos añorar y atesorar mucha gente que poco a poco vemos como se va diluyendo en la actualidad, en un mundo que está siendo devorado por la tecnología, que también nos maravilla y que resignadamente aceptamos en lugares como este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

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