Desde niño escuchaba hablar de la falla de San Andrés en California, como uno de los mayores riesgos en la región de aquel próspero estado americano. En mi imaginación infantil, pensaba que era una rasgadura en la tierra que permitía mirar hacia un fondo oscuro y desconocido en un largo trecho de tierra —ni tan cierto, ni tan perdido—.
Se menciona hoy la enorme preocupación que se tiene sobre el extremo sur de dicha falla, pues con los registros previos de actividad sísmica, aproximadamente cada 150 años y que ahora, después del doble de dicho periodo en el que no se ha registrado movimiento en la zona, seguramente existe una enorme acumulación de energía que al liberarse podría provocar un terremoto de una enorme capacidad destructiva en muchos lugares cercanos. Dicha falla de San Andrés se extiende por aproximadamente mil 300 kilómetros a lo largo de la costa oeste de California. Mucha gente expresa con ese gran temor, el que despierte ese monstruo bajo la tierra y devore despiadadamente mucho de lo que toque con sus implacables sacudidas. Ahí está, semidormido en la profundidad de las placas tectónicas, la del Pacífico y la de Norteamérica.
Pero hoy día, otro monstruo que habita también allá, ha despertado en la región, con un hambre y ferocidad atroces: El fuego, mismo que también ha sido siempre una enorme amenaza y una desoladora y ardiente realidad al hacerse acompañar del clima seco y de los vientos de Santa Ana, provenientes de la gran cuenca y del desierto de Mojave, los que propician la reducción de humedad y con su velocidad, una combinación de elementos que se convierten en un dragón rojo y naranja, insaciable y despiadado devorando bosque, fauna silvestre y doméstica, propiedades rústicas o de grandes lujos en las comunidades. No tiene predilección, responde al capricho del viento. Termina con vidas y reduce a cenizas años de esfuerzo, quemando los objetos e inclusive la memoria de generaciones completas de familias.
La Naturaleza es implacable, nos muestra contundentemente nuestra fragilidad y sus desastres son un detonador de daños irreparables y pérdidas totales que, para muchas poblaciones abren un parteaguas en su historia hasta marcar un antes y un después. Pero también en contraparte, despierta en las comunidades la valentía y la heroicidad que junto con la solidaridad y la generosidad de muchos, hacen que permanezca viva la esperanza y los valores para comenzar de nuevo a partir de cero una y otra vez. Las tragedias son caros recordatorios de la importancia que tienen las comunidades, sus instituciones y su gente. Por ello no debemos permanecer ajenos e indiferentes a lo que se vive en la cercanía o en la distancia. El ser humano requiere necesariamente de los demás para alcanzar la verdadera resiliencia. Saber que hay quien tienda la mano en los momentos más oscuros, es una alcayata que impide el derrumbe total para superar nuestras propias tragedias, generadas por las circunstancias en una actualidad donde proliferan las chispas y los vientos soplan con fuerza insospechada. Es muy bueno saber que hay héroes anónimos, dispuestos a enfrentar los múltiples desafíos, en lugares como California. Nuestra solidaridad y reconocimiento desde este Querétaro nuevo que deseamos conservar.
@GerardoProal