Hay días en los que se extraña la ciudad, aquella que solía ser una adolescente enamorada, sonriendo y con un brillo en su mirada cuando le iluminaba el sol, al salir temprano o ya de tarde, cuando se despedía de ella.
La conocí cuando varias de sus céntricas calles cambiaron la piedra bola por el adoquín de su cantera. Ella susurraba campanadas en sus amaneceres, cascos de percherón que jalaban un carro repartidor de leche bronca, que incluía la nata que se untaba en los bolillos de la panadería La Vienesa.
Era también posible poner el despertador en modo voceador o apenas sutil con el modo barrendero, que con escoba de vara y un gran bote hacía lo suyo para mantenerla bella y presentable cuando apenas amanecía y había que alistarse para acudir a la escuela.
Extraño también aquella vieja bicicleta Philips rodada 28 que usaba para recorrer la distancia entre ella y mi casa, cuando entonces era más peligroso un perro callejero que los propios vehículos que circulaban sus calles.
Hay momentos que se extraña la ciudad y sus antojos con sabor y aroma de niñez.
Un fin de semana familiar para ir a Las Tortugas por las tortas de rigor, así como los tacos y más fritangas de la cenaduría Blas, o en su caso los de trompo del callejón junto al entonces cine Alameda, hoy Teatro de la Ciudad, o cualquier noche los de cabeza en la esquina de la casa paterna en Allende y 16 de Septiembre.
De igual manera los sábados las carnitas de Don Cuco en la calle de Escobedo, sin dejar a un lado todo aquello que en casa se compraba en almacén Génova en Hidalgo y Allende, o hasta el nuevo mercado Escobedo que unos años atrás se había mudado “lejos” de su ubicación frente al edificio de Bellas Artes para irse unas lejanas cuadras en la prolongación las calles de Allende y Guerrero.
Se extraña poder escaparse al cine, a tiro de piedra, cuando faltaban tres minutos para que comenzara la función a la vuelta de la esquina. La ciudad entonces no llevaba prisa alguna.
A pesar de que tenía años de haber definido su vocación industrial, eran raros los tumultos y los tiempos de espera, sin que surgiera alguna otra necesidad más allá de disfrutar lo que nos ofrecía.
Se extraña la camaradería que había entre quienes habitábamos y quienes laboraban en el centro histórico, inclusive antes que fuera tal, era solo el centro. Nos conocíamos y había siempre un trato personal y amable.
Se extrañan los domingos por la tarde y noche en los que junto con los amigos de juventud nos reuníamos en el jardín que antier y hoy se llama Zenea, en el tiempo que se llamó jardín Obregón para entonces coincidir con amigas y amigos con quienes disfrutar las últimas horas previas al inicio de otra nueva semana.
Hoy la ciudad ha crecido y es distinta, no por ello deja de ser hermosa y de mantener la misma cautivadora sonrisa, pero es muy diferente.
Hoy requiere ya de cautela para recorrerla y andarla, pues nos mordieron de tajo a tranquilidad. Sin embargo, hay que vivirla y disfrutarla con lo tanto y tanto que hoy ofrece para quienes nacimos aquí o para quienes han decidido por voluntad hacerla su ciudad y desean que mantenga una buena calidad de vida con armonía.
Así ocurre, con los años, hay días que se extraña este Querétaro nuevo que deseamos conservar.
@GerardoProal