Las crisis siempre necesitan un villano. En Estados Unidos, el fentanilo ha sido señalado como el enemigo número uno. No es para menos: según el Centro Nacional de Estadísticas de Salud (NCHS), entre 2019 y 2022, más de cien mil personas murieron por sobredosis, y el 68.4% de esos fallecimientos estuvo relacionado con opioides sintéticos como el fentanilo. Aunque la tasa de crecimiento de estas muertes se ha desacelerado, la crisis sigue afectando de manera desproporcionada a comunidades con acceso limitado a servicios médicos. Y la respuesta no ha sido fortalecer la atención en salud, sino reforzar medidas punitivas que perpetúan el problema en lugar de abordarlo desde su origen.Y es que, en términos políticos, parece más rentable hablar de una “guerra” contra los cárteles que admitir la responsabilidad de un sistema de salud excluyente, de farmacéuticas que lucraron sin control y de una economía que ha dejado a miles de personas sin un horizonte claro.
Si de inseguridad hablamos, hay problemas urgentes que rara vez aparecen en las campañas electorales. Masacres en escuelas, tiroteos en supermercados y lugares de trabajo, violencia racial, desigualdad extrema. Mientras tanto, las cárceles siguen llenándose. Con menos del 5% de la población mundial, el país alberga cerca del 25% de los presos del planeta. La encarcelación masiva no ha reducido la violencia, pero sí ha devastado comunidades y generado un sistema penitenciario que cuesta miles de millones de dólares a los contribuyentes. En la lógica punitiva, llenar celdas equivale a impartir justicia.
Con ese historial, no sorprende el interés que ha despertado en EU el modelo Bukele. Hace algunos días, en la gira por centroamercia de Marco Rubio, secretario de Estado, se estrechó la relación con el presidente salvadoreño. Bukele, por su parte, ha ofrecido su país como una especie de nueva Guantánamo, un territorio donde las reglas de los derechos humanos se diluyen y las cárceles se convierten en vitrinas del castigo ejemplar. No es extraño que Trump, obsesionado, con las promesas antiinmigrantes, vea con buenos ojos este acercamiento.
El Salvador es un país con una historia de violencia profundamente arraigada. Bukele convirtió la guerra contra las pandillas en el eje de su gobierno y acumuló poder con una estrategia que, en el corto plazo, ha mostrado resultados notorios. Pero en la práctica es un modelo riesgoso que muchos gobiernos comienzan a admirar. Hay una creciente fascinación por la “mano dura”, una narrativa de orden y castigo que coincide con el ascenso de líderes de derecha en distintos países. La pregunta no es si la estrategia de Bukele funciona, sino a qué costo y por cuánto tiempo.
El modelo Bukele y la encarcelación masiva en EU comparten el mismo error: equiparar seguridad con castigo. Llenar celdas no resuelve el problema si no hay reinserción. En EU, el 68% de las personas liberadas reinciden en tres años, prueba de que el encarcelamiento sin oportunidades solo perpetúa el ciclo del crimen. Sin salidas, las prisiones se convierten en puertas giratorias. La violencia agota, la impunidad indigna y el anhelo de soluciones inmediatas es comprensible, pero los regímenes de excepción y el castigo sin matices pueden terminar siendo el problema que dicen combatir.
En México, el sistema penitenciario de Querétaro ha sido reconocido por sus avances en reinserción social, ofreciendo un modelo distinto. Aún con áreas de mejora, representa una alternativa que vale la pena analizar. En mi próxima colaboración, profundizaré en su enfoque.
Académica de la UNAM