La película francesa Emilia Pérez ha desatado un cúmulo de críticas en las columnas de opinión y en las redes sociales entre cierto círculo que sigue el cine, sobre todo aquel que hace énfasis en la crítica social. Al director Jaques Audiard se le acusa de presentar una versión burlona y caricaturizada que es como un dardo que nos pega a los mexicanos directamente en el trauma que nos han traído décadas de crisis de violencia. No había querido “subirme al tren”, como dice esta generación, pero mi amiga y exalumna Andy me animó a escribir estas líneas. Ambas coincidimos en que la película, con todas sus fallas, trae a colación un tema que no ha recibido la atención mediática que merece, pues se ha diluido entre las críticas —que en su mayoría considero justas. Este tema es: la asociación entre la delincuencia organizada en México y la masculinidad violenta.
Durante la pandemia, en el marco de la clase de género en la ENES Juriquilla, tuvimos la oportunidad de conversar en línea con mi colega Marcos Núñez, investigador en masculinidades y narcocultura. Su análisis sobre la relación entre lo que él denomina “masculinidad buchona” y la violencia estructural en México dejó una fuerte impresión en las y los estudiantes. Núñez, junto con otros académicos como Guillermo Núñez Noriega, Karina García Reyes, Rosío Córdova Plaza y Ernesto Hernández Sánchez, ha señalado cómo el narcotráfico no solo es un dispositivo económico, sino también un mecanismo de poder sexo-genérico que refuerza modelos de masculinidad hegemónica. Estos modelos están marcados por la ostentación, el honor y la disposición a la violencia. Este fenómeno es clave para comprender cómo las dinámicas de género sostienen las redes del crimen organizado y se normalizan en la cultura popular a través de la música, las narrativas visuales y los espacios simbólicos que legitiman estas conductas.
En la película, Audiard nos muestra a un líder del narcotráfico mexicano representado con base en muchos clichés: El Manitas del Monte canta una balada con su dolor, explica con rimas al doctor –y a la audiencia– que “viene desde abajo”, en un contexto donde “tenía que ser un desgraciado para ser respetado”. Plantea que su verdadero ser es diferente a la bestia que construyó para sobresalir entre la pobreza.
El director retrata a un narco que quiere ser otra persona, no solo una mujer: “quiero que el fondo de mi alma huela como la miel… obtener la vida que la propia vida se encargó de no darme”, canta entre lágrimas.
Estos dilemas, aunque interesantes, no se resuelven bien. La película termina siendo un bodrio insultante; nadie quiere que se haga un musical con su dolor. Sin embargo, su planteamiento inicial deja sobre la mesa, iluminada por los reflectores internacionales, una discusión urgente para México: ¿cómo trabajaremos la construcción de nuevas masculinidades entre las juventudes? ¿Cómo reflexionaremos, con las y los más jóvenes, sobre las estructuras que perpetúan la violencia?
En la ENES Juriquilla nos sentimos orgullosos de fomentar estas reflexiones. En nuestro programa, las y los estudiantes tienen la oportunidad de abordar estos temas desde diferentes perspectivas en al menos dos materias de su formación académica. Es necesario que más escuelas y universidades asuman el reto de poner estos temas sobre la mesa. Solo desde la educación podremos construir un futuro con masculinidades que no sean sinónimo de violencia, sino de empatía, respeto y nuevas formas de coexistencia.
Investigadora de la UNAM.