Durante décadas, Santiago de Querétaro ha sido vista como un refugio seguro en un país marcado por la violencia. Y lo sigue siendo, al menos en comparación con otras ciudades del territorio. Sus tasas de homicidios —uno de los indicadores más usados para medir la violencia en una región— aún la colocan en un lugar de relativa estabilidad. Sin embargo, esta percepción se vuelve compleja cuando reconocemos que los homicidios y otros delitos también han incrementado en Querétaro. En un contexto donde ciudades del país presentan números alarmantes, los incrementos locales pueden parecer menores. Es como si celebráramos que nuestra casa tiene menos goteras que la del vecino, aunque ambas sigan empapándose bajo la misma tormenta de inseguridad que afecta al país.
Según los resultados más recientes de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) del cuarto trimestre de 2024, publicados por el Inegi, la percepción de inseguridad en Querétaro ha registrado un aumento significativo. El gobernador Mauricio Kuri ha reconocido públicamente esta caída en la confianza ciudadana, señalando incidentes específicos, particularmente el ataque en “Los Cantaritos”, como factores clave en este deterioro. Y es cierto que este tipo de eventos tienen un impacto emocional significativo, pues generan alarma inmediata, modifican la manera en que las personas perciben su entorno y ajustan sus rutinas diarias. Evitar ciertas calles, restringir salidas nocturnas o cambiar rutas habituales son ejemplos de cómo las y los queretanos adaptan su comportamiento para minimizar riesgos percibidos.
Sin embargo, reducir esta percepción únicamente a hechos puntuales sería simplista. Es necesario ir más allá de las cifras y los eventos de alto impacto para analizar cómo los patrones sociales, las dinámicas de desigualdad y las experiencias colectivas moldean esta sensación de inseguridad que transforma profundamente la vida cotidiana. La combinación de estas variables crea un entorno donde la confianza ciudadana se erosiona, reforzando la sensación de que los espacios que deberían ser seguros ahora representan un riesgo constante.
Según la ENSU, un 60% de las personas entrevistadas en Querétaro reportó haber presenciado un robo o asalto, una cifra preocupante que va más allá de los números para convertirse en una experiencia compartida de vulnerabilidad. Las carreteras (61.1%), las calles (57.7%), los cajeros automáticos (48.9%), el transporte público (46.2%) y los parques (45.2%) se destacan como los lugares donde las y los queretanos se sienten más inseguros. Estos espacios cotidianos, esenciales para la movilidad y la convivencia, se han convertido en epicentros de ansiedad, revelando un deterioro de la confianza en el entorno inmediato.
Aunque los índices de homicidios en Querétaro son bajos en comparación con otras regiones, la percepción de inseguridad narra una historia distinta. La desigualdad social y urbana expone a ciertos sectores de la población a mayores riesgos, no solo por la falta de protección, sino también por las barreras estructurales que enfrentan para acceder a espacios públicos seguros. Esta realidad no solo afecta la calidad de vida, sino que también limita la movilidad y las posibilidades de construir comunidades cohesionadas.
Para revertir la tendencia, es insuficiente reaccionar ante los delitos ocurridos. Es fundamental diseñar políticas integrales que aborden las raíces estructurales de la inseguridad, como la desigualdad y la exclusión social. Esto implica un compromiso genuino con la distribución equitativa de recursos y la revitalización de los espacios públicos en todas las áreas de la ciudad, sin concentrar los esfuerzos únicamente en las zonas más visibles.
Investigadora de la UNAM