La violencia en México sigue siendo un terreno donde las políticas públicas, lejos de resolver, parecen girar en un ciclo que no termina. Culiacán, ciudad golpeada una y otra vez por el conflicto, nos recuerda que este país no ha aprendido a escucharse. Jóvenes seducidos por una guerra que, aunque eligen, lo hacen bajo condiciones que apenas les dejan opciones. En periferias donde las oportunidades son reducidas y los caminos más accesibles están plagados de estigmas y etiquetas. No todos son pobres, no todos vienen de la miseria, pero viven en una sociedad que les ha cerrado la puerta y les ha colgado etiquetas.
El gobierno federal se aferró desde el principio a una consigna que simplifica demasiado: “la pobreza es la causa de la violencia”. Como si la violencia fuera un solo rostro, como si las regiones de este país compartieran la misma herida. Esa visión, cómoda pero incompleta, ha fracasado. Lo vimos en Culiacán, donde en las últimas semanas las calles han vuelto a llenarse de balas. Las políticas que se repiten una y otra vez están solucionando poco. Los jóvenes siguen muriendo, atrapados en redes de criminalidad de las que no pueden salir. Parece que seguimos sin diagnósticos específicos, no hay una mirada que entienda las particularidades de cada región. El gobierno sigue viendo un solo mapa, cuando en realidad tiene frente a sí miles de mundos diferentes.
La semana pasada se presentaron los resultados del Programa Nacional para la Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia 2022-2024. En Sinaloa, por ejemplo, se implementaron talleres en escuelas, visitas al museo interactivo contra las adicciones y campañas de desarme. Todo suena bien, pero esa lista de acciones no logra silenciar el eco de las balas en las calles. Los esfuerzos, aunque bien intencionados, resultan insuficientes cuando no son compartidos ni colectivos. Sin un proyecto mayor que las articule, esas buenas intenciones se diluyen en acciones aisladas. El verdadero problema no es solo que se hagan esfuerzos, sino que estos no están construidos sobre la realidad de quienes más los necesitan. Las medidas se diseñan desde un escritorio, sin entender lo que realmente sucede allá afuera.
Mientras tanto, Querétaro observa desde su aparente calma. La duplicación de desapariciones y los atentados violentos en espacios públicos son un grito de alerta que no puede ser ignorado. La violencia no es algo que “viene de fuera”, como insisten algunas autoridades. No es una amenaza externa. Está creciendo aquí, en Querétaro, transformando la vida de quienes ya empiezan a percibir su ciudad de una manera distinta.
Querétaro aún tiene tiempo, pero no mucho. El discurso cómodo de que “esto no es Culiacán” solo retrasa lo inevitable. Lo que la ciudad necesita con urgencia son diagnósticos sensibles que revelen cómo la violencia se manifiesta en su propio territorio. No basta con cifras: hace falta entender el malestar social que avanza de manera silenciosa. Las soluciones no pueden ser generalizadas ni replicadas sin criterio. La violencia debe ser comprendida desde las particularidades del territorio, y las estrategias deben construirse desde la comunidad, no desde un manual de respuestas prefabricadas.
Investigadora de la UNAM.
Campus Juriquilla