El último día del 2024, mientras despedíamos un año lleno de retos, se publicó en el Diario Oficial de la Federación la reforma al artículo 19 que amplía los delitos de prisión preventiva oficiosa. Con este movimiento, el gobierno federal desafía la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que llama a eliminar esta figura al considerarla una violación sistemática a los derechos humanos.

Las decisiones en materia de justicia en México reflejan una peligrosa tendencia hacia el populismo punitivo, una estrategia política que busca legitimidad a través de políticas de mano dura independientemente de su efectividad real. El populismo penal, como argumentan Jennings et al. en su artículo Penal Populism and the Public Thermostat: Crime, Public Punitiveness, and Public Policy (2016), opera bajo una lógica de termostato: cuando aumenta la percepción de inseguridad, crece la presión social por medidas punitivas. En el caso de México, estas reformas reflejan esa presión, además de que evidencian un uso político de la justicia para reforzar la imagen de un gobierno comprometido con la seguridad, aunque esto implique violar compromisos internacionales.

Un problema aún más profundo radica en la falta de independencia de las fiscalías estatales. En México, las fiscalías suelen operar bajo la influencia de los gobernadores, lo que debilita su capacidad para actuar de manera imparcial y eficaz. Esta subordinación política perpetúa la impunidad y convierte a las fiscalías en herramientas de persecución selectiva, utilizadas para acallar disidencias o proteger intereses particulares. Combatir la impunidad debería ser la prioridad, porque con una justicia deficiente cualquiera podría convertirse en una víctima del sistema. Datos del Inegi revelan que al cierre de 2023, más del 37% de las personas privadas de su libertad no tenían sentencia, de las cuales el 44.3% estaban en prisión preventiva oficiosa. Esto afecta desproporcionadamente a quienes carecen de recursos para defenderse, dejando a los verdaderos responsables de redes criminales en libertad.

La apuesta por el castigo rápido y visible alimenta la narrativa del enemigo interno, esa que justifica medidas extraordinarias en nombre de la seguridad. Pero, ¿quiénes son realmente los afectados? La evidencia nos muestra que el populismo punitivo tiende a ensañarse con los sectores más marginados, convirtiendo a los pobres en los principales destinatarios de estas políticas. En lugar de atacar las estructuras que sostienen a la delincuencia organizada, se castiga al eslabón más débil de la cadena.

Así, al iniciar este 2025, el reto no es solo replantear nuestras políticas de seguridad, sino también reflexionar sobre el tipo de justicia que queremos construir. Una justicia que priorice los derechos humanos no puede basarse en el encarcelamiento indiscriminado ni en respuestas reactivas al miedo colectivo. Necesitamos un enfoque integral que combine prevención, educación y fortalecimiento del tejido social, porque la seguridad no se logra con más prisiones, sino con más oportunidades.

Investigadora de la UNAM.

Campus Juriquilla

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