Hace seis años me mudé a Querétaro. Siendo sinaloense, valoro profundamente la tranquilidad que siento aquí, al menos porque nunca me ha despertado la “tracatera” de armas en la madrugada, algo que en Culiacán es bastante común. Sin embargo, desde la distancia y con un nudo en la garganta, he seguido las noticias sobre lo que está ocurriendo en mi ciudad natal. Los enfrentamientos entre dos grupos de la delincuencia organizada por el control del territorio han vuelto a poner a Culiacán en el centro de la atención mediática.

La violencia en Culiacán no surgió de la nada, ni llegó de fuera. La realidad es que algo más profundo estuvo gestándose en la ciudad por años. Culiacán se ha convertido en un terreno donde la exclusión ha sembrado el contexto perfecto para que hoy la ciudad esté secuestrada.

El caso de Culiacán nos demuestra que la violencia no surge espontáneamente. Es el resultado de décadas de políticas fallidas que han promovido la segregación social y la concentración de recursos en pocas manos. Esta situación no es única de Culiacán, y otras ciudades pueden aprender de ello. En mi libro Geografía de la Violencia en Culiacán (2017), documenté cómo el narcotráfico no solo ha marcado las dinámicas sociales, sino que ha impuesto un sistema de reglas no escritas que domina las interacciones cotidianas. Los más afectados son los jóvenes de las periferias, quienes, enfrentando carencias, expectativas no cumplidas y estigmatización, se convierten en el blanco perfecto para los grupos criminales.

Estos jóvenes ven otros caminos, pero ninguno tan atractivo como el que les ofrecen los líderes del crimen organizado. Con promesas de dinero y poder, son reclutados y utilizados como piezas clave en una maquinaria económica que no solo los explota, sino que los descarta cuando ya no son útiles. Para los líderes criminales, Sinaloa es su territorio, y sienten que tienen derecho a tomar lo que quieran, incluida la vida y tranquilidad de las demás personas. Para muchos de estos chicos, morir defendiendo lo que creen que les da valor y pertenencia parece inevitable

Lo que Querétaro puede aprender de Culiacán es que la violencia responde a dinámicas sociales y “espacio-temporales”. Si el crecimiento de Querétaro deja atrás a sus sectores más vulnerables, y los jóvenes en las periferias no encuentran oportunidades reales ni apoyo, esos vacíos pueden ser llenados por economías ilegales.

No basta con construir canchas o brindar becas; se trata de crear oportunidades genuinas donde los jóvenes se sientan valorados y reconocidos por sus comunidades. Para prevenir la violencia, es fundamental combatir la estigmatización y promover la inclusión, de modo que los jóvenes encuentren un sentido de pertenencia y esperanza en sus propios entornos. La violencia es, en gran parte, el resultado de estas fracturas sociales, pero Querétaro aún está a tiempo de evitar este camino.

Investigadora de la UNAM.

Campus Juriquilla

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