¿Quién decide cómo crecen nuestras ciudades? ¿Quién aprueba los fraccionamientos, define dónde habrá parques, escuelas o centros comerciales? En principio, esas decisiones deberían tomarse de forma colectiva. La planeación urbana, tal como está definida en las leyes y reglamentos, contempla la participación de distintos sectores sociales: autoridades, ciudadanía, especialistas, organizaciones vecinales. También implica una mirada de largo plazo, que considere las necesidades actuales y las de las generaciones futuras. Eso requiere cuidar los recursos naturales, organizar bien el uso del suelo, garantizar acceso a servicios, movilidad, seguridad y espacios públicos de calidad.

Sin embargo, en la práctica, esto pocas veces se cumple. La toma de decisiones suele estar concentrada en unos cuantos actores con capacidad de influencia política o económica. Aunque existen mecanismos de participación, los procesos no siempre son vinculantes y, muchas veces, las decisiones se toman antes de que la ciudadanía tenga oportunidad real de opinar. Así, las ciudades terminan respondiendo más a intereses particulares que al bienestar colectivo.

Uno de los actores que ha logrado posicionarse en las decisiones urbanas es la delincuencia organizada. Aunque rara vez se menciona en el debate sobre desarrollo urbano, su presencia es real y documentada. No se limita al control armado del territorio: participa en qué se construye, dónde, con qué recursos y bajo qué permisos. Quienes acumulan capital en actividades ilícitas han encontrado en la ciudad una vía eficaz para lavar dinero y obtener ganancias. Invierten en constructoras, adquieren terrenos, promueven cambios de uso de suelo y colocan personas afines en áreas clave de los gobiernos municipales.

Desde la ciencia política, la teoría del régimen urbano permite entender este fenómeno: el rumbo de las ciudades se define menos por instituciones formales que por alianzas entre actores con poder. Son acuerdos informales que cruzan intereses económicos y políticos. En ellos, la delincuencia organizada no es una excepción, sino parte del régimen. Y desde ahí, incide en el modelo de ciudad que habitamos.

En Morelos, las piezas del rompecabezas comienzan a encajar. Terrenos vendidos a precios reducidos a exservidores públicos a través del Fideicomiso Lago de Tequesquitengo, instrumentos financieros manejados por funcionarios hoy prófugos, y empresas señaladas por su posible vínculo con la delincuencia organizada. La Fiscalía sigue varias líneas. Una de ellas indica que las herramientas del urbanismo fueron utilizadas para trasladar valor, desviar recursos públicos y legalizar capitales de origen ilícito. Lo que debería orientar el desarrollo territorial se convirtió en mecanismo de beneficio privado. La ciudad, usada como vehículo. El caso alcanza a integrantes del entorno político del exgobernador Cuauhtémoc Blanco, hoy sujeto a proceso de desafuero por acusaciones que van desde enriquecimiento ilícito hasta colusión con estructuras criminales.

Las ciudades en Morelos no son episodios excepcionales. El patrón se repite en muchas otras. No siempre aparece en los titulares, pero se advierte en autorizaciones para expandir la ciudad sin ningún criterio técnico.

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