La semana pasada, el caso Teuchitlán nos mostró, una vez más, que el país está lleno de sitios de muerte y desaparición de cuerpos. Fosas clandestinas en las faldas de los cerros y en los basureros, predios con tambos con ácido para disolver huesos, casas de torturas y adiestramiento forzado. La muerte y el horror están por todas partes. Y en la mayoría de estas historias, los protagonistas son jóvenes.
Desde hace tiempo, México es un país donde las juventudes son captadas, utilizadas y desechadas por estructuras delictivas que operan con la colusión o bajo la indiferencia de los gobiernos locales. Algunos son reclutados con engaños, secuestrados y forzados a participar en el crimen. Otros llegan de manera voluntaria, seducidos por promesas de dinero, poder y reconocimiento que el mercado laboral no les ofrece. Para quienes viven en entornos de extrema precariedad, puede representar una forma de sobrevivencia; para otros, una vía rápida de ascenso social. También están quienes, a pesar de contar con educación y opciones de empleo, optan por la delincuencia porque consideran que les garantiza lo que la economía formal entrega con lentitud o en dosis insuficientes. Las trayectorias son distintas. Para muchos, el crimen organizado significa identidad, reconocimiento y respeto, un entorno donde se sienten valorados. En un país donde la juventud suele ser minimizada y menospreciada, la delincuencia ofrece un atajo para convertirse en “alguien”.
El gobierno federal, por su parte, ha intentado atender las causas estructurales. Programas como Jóvenes Construyendo el Futuro buscan ofrecer alternativas, pero su impacto es limitado. Diseñadas desde la centralidad, estas estrategias no alcanzan a comprender las múltiples realidades locales. No enfrenta los mismos desafíos un joven en Iztapalapa que otro en la sierra de Guerrero o en la periferia de Culiacán. Mientras la política pública sigue siendo masiva y homogénea, el crimen organizado sí se adapta a cada contexto. Sabe qué le falta a cada sector juvenil y lo aprovecha en su favor. Si el problema es dinero, ofrece ingresos inmediatos. Si es identidad, brinda una hermandad. Si es reconocimiento, lo convierte en alguien temido y respetado. Para algunos, la entrada es voluntaria; para otros, es un engaño: una oferta de trabajo que termina siendo una trampa, un favor que se vuelve deuda o una amenaza disfrazada de oportunidad. Pero al final, el resultado es el mismo. A todos los utiliza y a todos los desecha.
El Estado compite por evitar que las juventudes sean captadas por el crimen, pero lo hace con estrategias rígidas y de alcance limitado. Mientras la delincuencia entiende el contexto y actúa en la comunidad, y con rapidez, las políticas públicas avanzan con lentitud y sin la capacidad de responder a las necesidades específicas de cada región.
El horror de Teuchitlán nos recuerda lo que ya sabíamos: México es un país que consume a sus jóvenes de múltiples maneras. Mientras sigamos tratando el problema solo desde la criminalización o la victimización, sin abordar la complejidad de las razones por las que terminan dentro de estas redes, la historia se repetirá. Y en unos meses, cuando aparezcan nuevas imágenes y nuevos testimonios, volveremos a escandalizarnos. Como si no lo supiéramos ya.
Académica de la UNAM
@iliana_pr