Preferimos oír de ladies y mirreyes que de reforma fiscal o la educación de nuestros hijos. El tema de fondo no es la muerte de periodistas, sino el asesinato de los lectores y las audiencias críticas. La represión es terrible por la dosis de dolor y las vidas truncadas que entraña, pero el impacto de las otras formas de censura es infinitamente más impactante. El resultado es una opinión pública adicta a los escándalos, a la noticia espectáculo, al video bochornoso. Peor aún, el resultado es una opinión pública desarmada para participar en los temas de fondo que afectan su vida presente y futura.
La censura es como una pirámide con varias capas, dice Julian Assange en su libro Cypherpunks. En su nivel más básico se encuentra la represión descarada: el asesinato de periodistas, las demandas por difamación para amedrentar a la crítica, las cámaras de reporteros que son confiscadas. Pero esa es una capa ínfima que propicia una segunda, mucho más amplia: todos aquellos que se autocensuran para no ser reprimidos y evitarse las situaciones anteriores. Me consta que por cada amenaza y cada periodista muerto, hay muchos espacios críticos que se silencian, como esas series luminosas de los árboles de navidad: se rompe sólo un foco, pero se apaga toda una serie.
La tercera capa la conforman todas las formas de incentivo económico o trato de favor que se dispensa a determinadas personas para que escriban de esto o aquello. Y aquí habría que hablar no sólo del chayote descarado; el sobre entregado a los periodistas y a los medios más execrables del oficio. En México hay formas mucho más extendidas y sutiles: contratos millonarios para hacer libros “aniversario” entregados a empresas que pertenecen a periodistas afamados o a sus familiares; concesiones de proveeduría disfrazadas, etcétera. En los últimos años la versión más socorrida son los blogs personales que algunos periodistas y conductores de noticieros inauguran para captar la publicidad oficial. Su tráfico es mínimo pero exhiben anuncios de gobiernos estatales y dependencias públicas entregados como prebendas.
Todavía más sutil es la siguiente etapa, aquello que hacen los medios y periodistas porque es inducido por las leyes del mercado. Es rentable escribir sobre esto y no sobre aquello; los públicos y anunciantes premian unos temas y castigan otros. Es más popular para un columnista o un noticiero hablar sobre el escándalo del momento y las imágenes de los abusos de los juniors, que sobre los temas estructurales que afectan la vida de todos. Si bien esto es explicable, lo grave es que esta práctica va reforzando el empobrecimiento del mercado y los hábitos de consumo de la información. Un círculo perverso que profundiza la irresponsabilidad de medios de comunicación y mercado. Cada vez menos personas (y anunciantes) se interesan en revistas como Nexos o Letras Libres, y cada vez más en aquellas tipo Quién o TVyNotas. Los noticieros mismos, incluso los críticos y profesionales, poco a poco van cambiando sus contenidos en respuesta a esta exigencia creciente por la nota espectáculo, la noticia escandalosa, el video chocante.
Medios y públicos se relacionan simbióticamente, como el huevo y la gallina; uno propicia al otro y viceversa, el problema es que se trata de un proceso involutivo en el que uno degenera al otro en una secuencia interminable.
Las redes sociales rompen estos círculos y a la vez los acentúan. Por un lado, en efecto rompen el cerco de la censura de los medios, y divulgan abusos y excesos de la vida pública. Hacen una opinión pública más crítica e independiente, sin la mediación de ese “curador” que son los periodistas. Pero del otro, profundizan el gusto por la nota escándalo y la crítica ocurrente pero desinformada.
Y, como lo muestran el nuevo affaire de Obama y el espionaje en Facebook y otros sitios, o los innumerables “motores” de políticos y cabilderos para impulsar hashtags y trending topics, el supuesto reino de libertad está en camino de convertirse en un ámbito de manipulación tan grave o más que el que padece la prensa. Vivimos una explosión de libertad aparente para opinar y consumir información; y, a la vez, nunca habíamos estado tan cerca del Hermano Mayor y de la peor censura: aquella que no se ve.
Economista y sociólogo