“A Roma sólo le falta oler”:
Lynn Fainchtein
Veo la Roma de Cuarón por segunda ocasión en un día, y un torrente de recuerdos me acomete sin cesar. Esta cinta es como un espejo, pues parte sustancial de mi educación sentimental está ahí, reflejada en la pantalla. Por supuesto hay diferencias. En mi casa no tuvimos nana, ni siquiera trabajadora doméstica, somos hijos de la escuela pública y la vivienda propia llegó hasta que yo cumplí los diez años de edad. Tampoco vivimos en la Roma, sino en la Portales, una colonia más popular. Sin embargo, son numerosas las escenas en donde puedo reconocer mi propia vida.
Y es que en Roma, deleite visual, sorprende la réplica tan exacta y puntual de la CDMX, que con casi 7 millones de habitantes entraba a la década de los 70 y al trágico echeverriato. En ese hiperrealismo retratado en un sobrio y elegante blanco y negro abundan los detalles, grandes e ínfimos, que tocan las fibras emocionales más profundas y remontan a la infancia sin escala alguna:
El garrafón de agua de 20 litros (por supuesto, de vidrio) montado en un columpio ubicado estratégicamente en la cocina, muchos años antes de que llegara la “saludable” moda de comprar agua embotellada en envases de plástico de todos tamaños; los posters de Juanito, la mascota del Mundial México 70, que mi padre, don Fernando, trajo a casa (de terciopelo, por cierto) después de que los verdes derrotaran a Bélgica 1-0 con gol de penalti del Halcón Peña; la autopista, pero no una Scalextric, como en la canción de Serrat, sino una Lili-Ledy o una Plastimarx, empresas representativas (junto con Mi Alegría y Ensueño) del auge del juguete industrial mexicano, hoy sepultado entre la industria china y los gadgets; el Chocomilk de Pancho Pantera, en un lugar prioritario en la mesa del comedor…
Sobre este punto recuerdo que en casa consumíamos el chocolate Express, sin embargo, mi hermano Fernando y yo presionamos a mi madre, doña Conchita, para que cambiara de marca. La razón no se hallaba en un mejor precio ni tampoco en un mejor sabor. Era otro el motivo: dentro de las latas de Chocomilk había pancholares, billetes de juguete que uno podía canjear por artículos varios. La joya de la corona era la bicicleta, pero para obtenerla era necesario juntar 12 millones de los susodichos billetes. Recuerdo que por más chocolate que ingerimos los pancholares acumulados en seis meses no alcanzaron más que para una pelota de plástico, que, totalmente decepcionados, nunca canjeamos.
En las tomas exteriores de Roma también abundan las particularidades: los carteles de la lucha libre anunciando las peleas en la Arena México; la propaganda política del PRI y sus satélites (PPS y PARM) en favor de Luis Echeverría; el tranvía largo y amarillo, que en la cinta aparece recorriendo la ruta de Álvaro Obregón a Bucareli, pero que nosotros, mi familia (padre, madre, cuatro hermanos), tomábamos para ir al centro de la ciudad…
Me extiendo: vivíamos sobre Calzada de Tlalpan, y sobre esa importante arteria el viejo tranvía cubrió hasta 1970 la ruta Xochimilco-Centro. A partir de ese año, sobre esa misma traza, correría la Línea 2 del Metro.
Recuerdo el tranvía a gran velocidad sobre Tlalpan y ya después, en la entrada del primer cuadro, como doblaba a la izquierda sobre la calle de Lucas Alamán. Casi en la esquina, en plena colonia Obrera, se encontraba el cine Estrella, una popular sala que exhibía tres películas por tres pesos. En ese cinema de ¡2 mil 700 butacas!, evoco entre brumas un programa triple de Disney: Fantasía, La noche de las narices frías y La dama y el vagabundo.
Aunque había dulcería, muchas familias llevaban sus propios lunches que devoraban ahí mismo, no sólo para aguantar el maratón cinematográfico de más de seis horas, sino también porque carecían de recursos económicos para adquirir sus viandas en el cine.
En esa zona de la ciudad, no sólo el cine Estrella era sitio de visita recurrente para mi familia. A unos cuantos metros, sobre Lucas Alamán y Bolívar, los hermanos Jerónimo, Plácido y Manuel Arango (de origen vasco) habían inaugurado la primera tienda Aurrerá, un comercio minorista que con un formato proveniente de Estados Unidos era la novedad para las clases medias chilangas, quienes sintiéndose en algún supermercado de California o Texas abarrotaban el lugar los fines de semana. Fue tal el éxito que durante el primer año lograron ventas por 4 millones de pesos, y en los siguientes dos años 40 y 79 millones de pesos (EL UNIVERSAL, 28/IV/2012).
En la casa familiar, donde había fobia por todo lo que oliera a socialismo o comunismo, teníamos suscripción a Selecciones del Reader Digest y a Life en español, dos revistas estadounidenses que un número sí y otro también dedicaban maniqueos reportajes sobre “el infierno ruso”; “la dictadura cubana”, o “los inverosímiles escapes de la Alemania comunista”. En pleno despegue económico de los Arango, Life dedicó un amplio reportaje, con muchas fotografías, a los fundadores de Aurrerá. En las páginas del magazine, los hermanos aparecían lo mismo jugando pelota vasca, recorriendo una de las tiendas, que de fin de semana en aquel Acapulco idílico y sin violencia, adonde llegaba completa “la pandilla de Hollywood”, y los Arango se transportaban en su avioneta particular.
Lo azarosa que es la vida. Antes de dar en el clavo, en ese mismo lugar los Arango tuvieron durante muchos años un convencional negocio de camisas y pantalones que tenía el nada creativo nombre de Central de Ropa. La tienda no iba para ningún lado, y fue un viaje a Estados Unidos el que detonó la idea aterrizada más tarde en la esquina de Lucas Alamán y Bolívar.
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Fue Life, precisamente, la revista que en un amplio despliegue fotográfico y con buenos reportajes (pese a su sesgo ideológico, esa publicación contaba con grandes editores, excelentes plumas y creativos fotógrafos) dio una gran cobertura a la llegada del hombre a la Luna, suceso histórico que provocó que lo mismo en la Roma como en la naciente Neza, como lo muestra la cinta de Cuarón, el suceso permeara a la población, sobre todo a los niños que ya no querían ser bomberos o aviadores, sino astronautas.
El hogar familiar no fue la excepción. A través de “decretos expropiatorios”, los niños de la vecindad donde vivíamos nos apoderamos de cuanta cubeta, cinturón, almohada, chamarra blanca y tenis del mismo color halláramos en nuestras casas. Era imperativo poder armar nuestros trajes de astronautas a la brevedad. La gloria sideral estaba a nuestro alcance.
Bien aprovisionados, con las cubetas como escafandras, las almohadas a manera de tanques de oxígeno, los tenis como botas espaciales… salíamos al patio en busca del Mar de la Tranquilidad o a cazar selenitas insurrectos.
Sin embargo, con frecuencia las misiones fracasaban, pues los propietarios del “equipo espacial”, salían a reclamar lo que era suyo, y aquello se convertía no en un Mar de la Tranquilidad sino en el Océano de las Tormentas. Aún recuerdo con algo de miedo a doña Conchita tratando de darnos alcance a mi hermano y a mí para quitarnos las almohadas. Con la chancla voladora en mano, mi madre nos perseguía por el patio, mientras nosotros huíamos sin perder el estilo; es decir corriendo como si lo hiciéramos sobre la superficie lunar en modo gravedad casi cero, creyendo realmente que éramos la encarnación mexicana de Neil Armstrong y Buzz Aldrin.