Además de deleite visual, Roma es un viaje sonoro, donde los sonidos ambientales urbanos (el afilador, el camotero, el vendedor de miel, la banda militar, los aviones…) y la música tienen un papel protagónico que va de la mano de la narrativa literaria y ayudan a marcar los contrastes sociales. Por ello, no se trata de música incidental, sino de un extenso playlist de lo que sonaba a principios de la década de los 70, principalmente en las estaciones de radio que escuchan Cleo y Adela en sus pequeños radios de transistores mientras realizan sus actividades domésticas, o Sofía y Antonio en el radio de sus automóviles.

Detallo: para trazar mejor esos contrastes, en Roma las chicas lavan la ropa o hacen las camas mientras escuchan a Leo Dan, a Juan Gabriel o a Rigo Tovar en Radio Mil o Radio Variedades. En tanto, Antonio, el padre de familia, opta por escuchar “La sinfonía fantástica” en la XELA, “Buena música en México”, en la comodidad de su Galaxy del año mientras disfruta de un buen pitillo.

Acotación al margen, la XELA era una emisora que transmitía desde la CDMX y estaba situada en el 830 de AM. Durante 61 años promovió y apoyó a la música sinfónica hasta que en diciembre de 2001 en esa frecuencia comenzó a transmitir Estadio W 830, una radiodifusora dedicada al futbol, de tiempo completo.

Cuenta Gabriel Zaid “que hubo protestas de los radioescuchas. Se formó un Comité Nacional de Rescate de la XELA que reunió más de 5 mil firmas, y se pidió al presidente Vicente Fox (…) que la estación continuara en alguna de las frecuencias disponibles del (gubernamental) Instituto Mexicano de la Radio (IMER)”. Por supuesto, en el gobierno foxista no había estadistas ni gente mínimamente sensible, por lo que la respuesta fue la indiferencia (Letras Libres, 4 de diciembre de 2011).

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Los años en los cuales se desarrolla la trama de Roma coinciden con los de mi iniciación como amante del buen rock (años después, ampliaría mi educación musical y me convertiría en un ecléctico melómano). En el hogar familiar, la educación sentimental sonora —a cargo principalmente de don Fernando— giraba alrededor de Pedro Infante, José Alfredo, Agustín Lara, Los Panchos, Marco Antonio Muñiz, Cri-Cri, et.al. Sin embargo, faltaba algo que me hiciera vibrar de a deveras. Ese algo fueron Los Beatles.

Tendría nueve años cuando Enrique, el novio (y hoy esposo) de mi hermana Linda, llevó el Abbey Road a la casa paterna y lo puso en el tornamesa. El álbum giraba con más pena que gloria para mí, sin embargo, la parte final del disco, donde se encuentra “Carry that weight”, era la entrada o rúbrica musical de un popular programa infantil llamado Las Canicas que yo veía a diario. La tonada me gustaba, pero ignoraba quienes eran los intérpretes.

Acostado en mi cama, ya semidormido, escuché, provenientes de la sala, los primeros acordes de esa canción. De inmediato, el programa vino a la memoria, me paré como resorte y fui a indagar cuál era la joya que estaba sonado en la vieja consola Stromberg Carlson. El Abbey Road, de The Beatles, se convirtió, entonces, en un revulsivo de mi vida. Le pedí a mi hermana Linda que me lo comprara y lo escuché una y otra vez. Gracias a la obra postrera del cuarteto de Liverpool, el rock me atrapó y nunca más lo volví a soltar.

Metido hasta el fondo en este género, “expropié” uno de los radios de transistores de mis hermanas y me volví duro fan de Radio Éxitos, La Pantera 590 y Radio Capital, y más tarde, con la llegada de la FM, de La chica musical y WFM. Todas emisoras de rock y pop en inglés.

Como en la casa paterna el rock no era muy bien visto y los horarios para ver TV eran limitados, con el pretexto de ir a estudiar matemáticas, cada que podía me escapaba al departamento de Mary, mi otra hermana, ubicado también en la colonia Portales. Ahí, tras repasar una hora los asuntos relativos a la aritmética y la geometría, ella me permitía, sin límite de horario, escuchar mi pequeña colección de discos sencillos de 45 rpm (patrocinada con recursos económicos de mis dos hermanas), sintonizar la FM (en casa todavía no teníamos receptores con esa frecuencia) y ver las caricaturas de Canal 5. El puro paraíso.

Eran los tiempos del cabello largo, que a mí no me permitieron tener; pero también de los pantalones acampanados, de los zapatos con plataforma y de las camisas de cuellos gigantescos y colores chillantes, que sí me compraron.

Eran, además, los tiempos de la imaginación, pues a falta de instrumentos de verdad, usábamos las raquetas de plástico de badminton como guitarras, y las ollas de la cocina como baterías. Armados con ese “equipo” un vecino, un ahijado de mis papás y yo nos trepábamos a la azotea de la vecindad portaleña y “cantábamos” “A Day on the Life” y “Get Back”, imaginando que nos encontrábamos en la londinense terraza de Apple, donde The Beatles realizaron el célebre último concierto que aparece en la película Let it Be.

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“Carlos Cerro, el Hombre Bomba, no tiene sucursales…  chocolates Turín, ricos de principio a fin… de Sonora a Yucatán se usan sombreros Tardán… no hay cuervo que no sea negro ni Tequila que no sea Cuervo… Ponga a tiempo su reloj, esta es la hora exacta… la hora del Observatorio, misma de Haste, Haste, la Hora de México…”

En el deleite sonoro y nostálgico de Roma un elemento a destacar es la XEQK, la emisora de la “hora exacta”. Para numerosas familias de la CDMX, entre las décadas de los 50 y los 80 era una tradición sintonizar esta estación en el 1350 de la AM, sobre todo cuando se acercaba la hora de salir de casa para ir a la escuela.

Mientras las legendarias voces de Luis Ríos Castañeda y Ramón Ríos Hernández daban la hora “minuto a minuto”, los hijos de familia ingerían apresuradamente los últimos bocados del desayuno, daban el último repaso a los apuntes o guardaban estratégicamente el acordeón para el examen; en tanto, las madres alisaban las arrugas del uniforme, untaban vaselina en el cabello tratando de aplacar los gallos o daban gritos estentóreos a sus vástagos como si fueran comandantes de la Gestapo: ¡¡Pepe, Pepe, apúrate, carajo, que te van a cerrar otra vez la puerta de la escuela!!, alaridos que se mezclaban con la voz engolada de Ríos Castañeda: “Marcos Carrasco le rectifica su motor en 8 horas, consulte a su mecánico”…

Para fortalecer aún más la obsesión cotidiana por llegar a tiempo a la escuela, en la casa familiar no bastaba la XEQK a todo volumen, sintonizada en un viejo radio de bulbos; como ingrediente adicional, el reloj de péndulo que estaba en la sala, por obra y gracia de doña Conchita, siempre estaba adelantado entre diez y 15 minutos… lo cual provocaba mayor neurosis entre los habitantes de Calzada de Tlalpan 1237-3, quienes salían despavoridos rumbo a la escuela chocando contra los transeúntes y contra todo lo que se atravesara en el camino.

Al pergeñar estos apuntes, me surgió una inquietud sobre el destino que tuvo la XEQK.

Leo que la otrora legendaria radiodifusora fue adquirida a mediados de los 80 por el Instituto Mexicano de la Radio (IMER), y para los años 90 los comerciales fueron sustituidos primero por música (a ésta, el operador de cabina le bajaba el volumen cada minuto para poder transmitir la hora) y, después, por cápsulas “educativas” y de “desarrollo humano”.

Pese a que contaba con uno de los locutores originales, las nuevas tecnologías pesaron (despertadores y relojes digitales, celulares…), y el proyecto ya no tuvo el mismo punch que su antecesor, por lo que ante la falta de radioescuchas, a principios de este siglo la estación se convirtió en la Tropicalísima, una emisora de música afroantillana, formato que continua hasta la fecha.

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