1971: es la era del partido único, y la figura del ex presidente Luis Echeverría Álvarez, quien gobernó con mano dura el país de 1970 a 1976, es casi omnipresente en Roma. Lo mismo está en la propaganda política pegada en las paredes de la mega urbe (lo que devela una elección reciente), que en sus iniciales (LEA) pintadas con cal en el cerro deforestado de la periferia oriental; en la retórica y el populismo del ¡arriba y adelante!, arengado por un locutor en un mitin de colonia depauperada (con hombre bala incluido), que en la brutal represión a los estudiantes en el halconazo del jueves de Corpus de ese mismo año…
Y podríamos agregar —aunque estos rasgos del régimen no aparezcan en Roma— los golpes al periodismo crítico en el caso Excélsior; el doble discurso de “farol de la calle, oscuridad de tu casa”: pues, por un lado, se había implementado una sangrienta guerra sucia contra la izquierda local, pero, por otro, había una política de apoyo a los gobiernos de Salvador Allende, en Chile, y de Fidel Castro, en Cuba. Sin olvidar el decidido impulso al cine de denuncia social y contenido argumental. En una más de sus dobles caretas, con Echeverría, aunque parezca inverosímil, México tuvo uno de los mejores cines que se han hecho en toda la historia del país.
Repasemos: al comenzar el sexenio, el ex actor Rodolfo Echeverría, hermano mayor del Presidente, asume la dirección del Banco Cinematográfico en medio de una de las peores crisis del cine nacional, tanto económica como creativa, por lo que presenta un plan de reestructuración donde se destaca la promoción de “las películas de calidad artística; estimular al cine experimental y otorgar créditos preferentemente a los productores de este tipo de cine”. Para ello, se invierten mil millones de pesos en el organismo que dirige, comienzan sus actividades la Cineteca Nacional y el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC); además, se fundan tres casas productoras estatales: Conacite I, Conacite II y Conacine.
Lo que parecía retórica se convierte en realidad, y de la fábrica comandada por el ex actor, conocido en su faceta artística como Rodolfo Landa, surge en México el cine de autor y comienzan a producirse películas esenciales para el desarrollo de la filmografía nacional, así como una generación de excelentes directores: Felipe Cazals (Canoa, El apando), Arturo Ripstein (El castillo de la pureza), Jaime Humberto Hermosillo (La pasión según Berenice), Alberto Isaac (El rincón de las vírgenes), Miguel Littín (Actas de Marusia), Jorge Fons (Los albañiles), Gabriel Retes (Nuevo mundo), Julián Pastor (Los pequeños privilegios)…
Y ahí viene la paradoja: porque aunque Roma puede remitir al neorrealismo italiano (en el compromiso social o en el uso de actores no profesionales, por citar dos características), o al movimiento escandinavo de Dogma 95 (por privilegiar la historia, la actuación y la temática y excluir el uso de elaborados efectos especiales o la tecnología), es en el cine de Echeverría, a querer o no, donde se encuentran sus mayores referentes, pues es en este periodo donde los directores muestran trabajos más críticos, se preocupan por temas sociales y políticos y comienzan a incursionar en historias universales, humanas, donde la clase media es protagonista.
Como lo dice el crítico Emilio García Riera: “Nunca antes habían accedido tantos y tan bien preparados directores a la industria cinematográfica ni se había disfrutado de mayor libertad en la realización de un cine de ideas avanzadas” (Breve historia del cine mexicano. Primer Siglo 1897-1997. México: MAPA, pág. 278.).
Un ejemplo concreto que remite a Roma es la película Los pequeños privilegios (Pastor, 1976). Al igual que la cinta de Cuarón, en este filme se subrayan los contrastes sociales a través de los embarazos de una mujer de clase alta (Cristina) y de su trabajadora doméstica (Imelda). Mientras la primera es atendida por los mejores especialistas y lleva a cabo ejercicios para tener un parto en las mejores condiciones, la segunda, madre soltera sin recursos económicos, decide abortar, pero lo hace mediante la introducción en su vagina de un gancho de ropa, acción desesperada que la envía al hospital en estado grave y le produce esterilidad. El filme finaliza con un toque de cierta ironía, pues Imelda termina cuidando al bebé de Cristina. No sólo hay paralelismos entre ambas películas, sino también un enfoque parecido al tratar el tema.
Sin embargo, y aquí vienen los matices, en Roma, pese a los “pequeños privilegios” que brinda una posición económica desahogada, tanto Cleo como Sofía son víctimas del machismo que desmadra vidas con total impunidad, que se desentiende de los hijos sin sanción alguna. “Estamos solas, Cleo, no importa lo que te digan, siempre estamos solas”, dice una ebria, dolida y trastabillante Sofía antes de perderse escaleras arriba en una de las escenas más intensas de la cinta.
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El cine de autor promovido durante el régimen de Echeverría llegó cuando apenas rebasaba los diez años de edad, por lo que fue casi una década después, durante mi época de bachillerato y universidad —ya bien entrado el siguiente sexenio—, cuando pude acercarme a él, conocerlo, entenderlo, saborearlo, reflexionar, conmoverme…
Es irónico que haya conocido este cine durante el gobierno de José López Portillo, pues fue éste quien lo mató y lo enterró absurdamente. Por ello, no fue en las grandes salas donde me introduje en él (ya se le habían cerrado las puertas y la producción caído aceleradamente), sino en los cineclubes universitarios; en la pequeña Cineteca de sólo dos salas (la Fernando de Fuentes y el Salón Rojo), ubicada en Tlalpan y Churubusco, antes de que se incendiara o fuera incendiada (otro nefasto legado de JLP), así como en algunos “cines de arte”, como el Pecime, en avenida Universidad, o el Lumiere Reforma, en Río Guadalquivir.
Errática por completo, la administración de López Portillo desmanteló las estructuras de la industria cinematográfica estatal creadas un sexenio antes. Ignorante, insensible, la hermana del Presidente, Margarita López Portillo como directora de RTC, se propuso como unos de sus objetivos prioritarios “devolverle” al público mexicano el “cine familiar”, lo que eso signifique. Comenzaron, entonces, las coproducciones con empresas privadas como Televisa, y auténticos bodrios como El chanfle o Milagro en el circo sustituyeron al cine crítico con compromiso social del sexenio anterior.
Hoy, salvo excepciones, como Canoa y El apando, el cine de autor producido entre 1970 y 1976 se encuentra en el olvido. Las nuevas generaciones desconocen que en un periodo marcado por la oscuridad y la represión, el cine mexicano recibió un impulso nunca antes visto y que la producción estatal pasó de cinco películas en 1971, a 36 en 1976.
Ahora que todo mundo habla (hablamos) de Roma, aquella etapa del cine mexicano merece una revaloración y su difusión en circuitos de exhibición como la Cineteca Nacional, el CCU de la Ciudad Universitaria, en la UNAM, o aquí, en Querétaro, la organización de ciclos en la Cineteca Rosalío Solano, en el nuevo cine Tonalá o incluso en la “sala de arte” de Cinepolis Esfera. Qué así sea.