La película Roma, donde casi cada imagen o sonido es un saca-recuerdos (Julio Figueroa, dixit), me motivó a encaminar mis pasos hacia la vieja vecindad de Calzada de Tlalpan donde pasé la mayor parte de mi infancia. Ahí nací, pero de ahí salí cuando contaba con diez años de edad.
La primera sorpresa llega pronto. La vecindad como tal ya no existe más, y el inmueble es ahora ocupado por una organización evangélica autodenominada Iglesia Cristiana Interdenominacional (ICI), de fuerte presencia en Portales, pues desde hace más de 80 años tiene su templo principal a sólo unos metros de donde estaba la vivienda familiar.
Donde eran los departamentos, hoy hay oficinas y aulas religiosas, e incluso un auditorio; donde era el jardín, hoy existe un estacionamiento, y en un local adjunto, donde despachaba un sastre, hoy funciona un café-librería: Papiro 52, nombre tomado del manuscrito presuntamente más antiguo del Nuevo Testamento.
Aunque mi familia es de fuerte tradición católica, por cuestiones de cercanía física nuestra relación con la ICI era, de cierta manera, muy estrecha. Recuerdo que todos los domingos por la tarde los cánticos religiosos provenientes del templo evangélico llegaban hasta el patio de la vecindad. A mis seis o siete años yo le preguntaba a doña Conchita, mi madre, las razones por las cuales no íbamos a misa a esa iglesia si estaba tan cerca de casa. Su respuesta, palabras menos, palabras más, era la siguiente: “porque esa iglesia no es católica. Esa iglesia es de protestantes…”
—¿Protestantes?, preguntaba yo tímidamente.
—Los protestantes son rebeldes que no reconocen al Papa ni la autoridad del Vaticano, explicaba mi madre sin ir a fondo.
Impresionado, yo ya no preguntaba más, pero me imaginaba que si estaban contra el Papa (eran los tiempos en que reinaba Paulo VI) tenían que ser muy malas personas. Desde mi cosmovisión, no podía concebir que alguien estuviera contra una persona vinculada con Dios. Era para mí incomprensible. A partir de ahí, cuando escuchaba los cánticos religiosos dominicales, mi mente volaba y me imaginaba que en ese templo se destruían imágenes del Papa o tenían lugar ritos satánicos. Cuando caminaba frente a ese lugar, rumbo al mercado de Portales, volteaba de reojo, con cierto temor, tratando de hallar evidencia de mis sospechas. Por supuesto, todo esto sólo estaba en mi imaginación.
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Los domingos no faltábamos a la misa católica, lo mismo íbamos a la iglesia de Cristo Rey, en Tlalpan y Ajusco, que a la Sagrada Familia, en Portales Oriente.
De la primera rememoro su alta torre estilo art déco que aun hoy en día domina el paisaje urbano de la Portales, así como su enorme y amplia nave central. De regreso en el tiempo, cierro los ojos y recuerdo, entre brumas a mis cuatro años, las misas en latín; el sacerdote dando la espalda mientras oficiaba la misa; las mujeres con velo en la cabeza, como si fueran musulmanas; el intenso olor a cera e incienso; la iglesia a tope, llena de feligreses.
Adoctrinado por dos solteronas, quienes me enseñaron los rudimentos del catecismo del Padre Ripalda, en ese templo hice mi primera comunión. Recuerdo con claridad el día en que las dos beatas se acercaron a mí y me comenzaron a hablar en voz baja, casi en un susurro, de los peligros que entrañaban los “abominables pecados de la carne”. Me aventaron todo un rollo culpígeno, sin dar mayores explicaciones, sin ofrecer mayores contextos.
Yo, quien contaba con sólo siete años de edad y nula educación sexual, cuando llegué a casa, lo primero que hice fue abrir el refrigerador y constatar, con mucha culpa, cuán pecadores éramos, pues el congelador estaba lleno de paquetes de carne de res, cerdo y pollo comprados días antes en el Aurrerá de Lucas Alamán y Bolívar.
De la Sagrada Familia, tengo recuerdos más amables. Fundada por el sacerdote Martín Castillo, a mediados de los 60 del siglo pasado, esa iglesia destacaba por su gran vitral frontal, representando precisamente a la Sagrada Familia, por su campanario minimalista y por sus esculturas de santos con figuras geométricas y color barro natural, inspirados en los bajorrelieves de la Sagrada Familia de Barcelona (Capítulo aparte merece el cura sin sentido de la estética que por los años 90 del siglo pasado fue nombrado encargado de la parroquia, y como primera medida mandó pintar a los santos ante el enojo de muchos parroquianos, pues consideró que les “faltaba” color).
No sólo la arquitectura de la Sagrada Familia de Portales me parecía más acogedora que la de Cristo Rey. Había otro motivo de peso para que prefiriera una iglesia de la otra: la camaradería y el desenfado de un par de curas que ahí despachaban: el padre Vicente y el padre Valentín; ambos, promotores de que el proceso de modernización de la iglesia católica, iniciado por el Concilio Vaticano II, no se detuviera. Aún más, ambos eran simpatizantes de la Teología de la Liberación, muy en boga por esos años. No faltaba, por ello, quien los tildara de “rojillos”.
Vicente sabía atraer a los jóvenes y a los no tanto, pues organizaba misas con rock y con mariachi (algo que a los sectores conservadores no gustaba) y campamentos en los bosques que circundan a la CDMX (Ajusco, Marquesa, Contreras). Además, había formado dos nutridos grupos: uno conformado por acólitos y otro por las chicas del coro, quienes participaban en la misa dominical de las 5 de la tarde. A los primeros, para incentivarlos aún más, los había inscrito en un torneo de futbol, lo que provocaba que en la Sagrada Familia, a diferencia de otras iglesias, no hubiera “crisis de vocaciones”, pues con frecuencia había más monaguillos de los necesarios.
Valentín, por su parte, cargaba con una historia compleja e interesante. Nicaragüense de nacimiento, este bonachón y regordete sacerdote se paseaba por la vida con el rostro siempre risueño y con un carácter siempre dispuesto a la chanza. Por ello, pocos sospechaban que detrás de ese humor tan campechano se hallaba una tragedia, la de un hombre que había tenido que huir de su país debido a las amenazas de muerte que le habían hecho integrantes de la dictadura de Somoza. Valentín —nombre que no era real, pues este sacerdote exiliado tenía una identidad falsa— había sido torturado por los esbirros del régimen; sin embargo, él nodejaba que eso afectara su trato con los feligreses.
Acostumbrado a la rigidez de los curas de Cristo Rey, conocer a Vicente y a Valentín resultó un afortunado descubrimiento que me hizo ver a la iglesia católica de otra forma, por lo menos durante esos años. Por eso no dudé cuando doña Conchita y don Fernando, mis padres, me pidieron que me integrara al equipo de acólitos. Comenzó, entonces, una vida de misas (iba tres veces a la semana a la iglesia), excursiones una vez al mes y futbol todos los sábados.
Fue en ese periodo cuando visité por vez primera la ciudad de Querétaro. Resulta que el padre Vicente, 100% queretano, quería que tanto acólitos como miembros del coro conociéramos a su numerosa familia integrada por sus dos padres y 11 hermanos (incluido él, dos eran curas y una de sus hermanas monja) y, por supuesto, a la capital de su estado natal.
Partimos a Querétaro una mañana (6:00 am) de septiembre de 1970. A la distancia, recuerdo una Plaza de Armas repleta de pájaros al atardecer, un centro histórico casi sin autos, y un Cerro de las Campanas y una Plaza de Toros Santa María en medio del llano, sin ninguna construcción alrededor. Era un estado con una población de 485 mil habitantes, es decir la mitad de lo que hoy en día tiene únicamente la capital. Otros tiempos, otras realidades.
En la Sagrada Familia de Portales completaban el equipo de sacerdotes el padre Castillo, fundador de la iglesia, quien había sufrido una embolia que lo mantenía semialejado de las actividades eclesiásticas (daba sólo una misa cada tercer día), así como el padre Morales, el más serio en apariencia, pero que no lo era tanto, pues un buen día colgó los hábitos y se casó con una chica que trabajaba en el templo como secretaria; por cierto, una guapa morena a la que le encantaba usar vestidos cortos.
Con los años, el grupo se dispersó. A Vicente lo enviaron como misionero, primero a Colombia y después a Angola; Valentín regresó a Nicaragua; Morales se casó y ya no supimos más de él; Castillo murió. Los curas que llegaron después eran rígidos y chapados a la antigua, por lo que comenzó mi alejamiento, primero de ese templo, y muchos años más tarde de esa y de cualquier otra religión.