Nogales, Sonora. De inicio, la mayoría no supo ni cómo ni por qué comenzó el zafarrancho en el restaurante de “comida mexicana”. Aquella noche cenaba en ese lugar cuando de pronto un plato pasó zumbando sobre mi cabeza y las de mis acompañantes… al redondo recipiente le siguieron vasos, cubiertos y hasta envases de refresco y utensilios llenos de salsa, seguidos de gritos femeninos, reclamaciones, odio y mucho rencor. Instintivamente, quienes estábamos en la mesa nos agachamos para evitar que algún proyectil se estrellara en nuestra humanidad. Amalia Escobar (la siempre eficaz corresponsal de EL UNIVERSAL en Sonora) fue más allá y se metió debajo de la mesa. Los restantes comensales nos quedamos agachados a un lado detrás de las sillas.
Es mayo de 2015, y, comisionado por EL UNIVERSAL, me hallo en esta ciudad para cubrir varios ángulos del fenómeno migratorio. Luego de asistir a un simulacro de la Patrulla Fronteriza (BP) en Arizona, de entrevistar a varios activistas gringos pro-migración que se han pronunciado contra los excesos de la BP, a un trío de migrantes deportados y hasta a un viejo pollero desplazado por el crimen organizado, ceno en compañía de mis compañeros de viaje en el restaurante La Roca. Pese a situarse en la colonia Buenos Aires, una de las más conflictivas de Nogales (“zona narca”, le llaman los nogalenses), Sergio García, nuestro Virgilio por este México bronco, y Luis Cortés, excelso reportero gráfico y gran conocedor de estos lares, me dicen que no hay nada que temer. Por el contrario, aseguran, es uno de los pocos restaurantes de esta urbe “donde la comida no es tan mala”.
De entrada no me gusta el lugar. Su estilo pretende ser colonial, pero se encuentra sobrecargado, raya en lo kitsch: las paredes están pintadas con colores chillantes, y sin orden ni concierto la decoración mezcla platos de Talavera con carpetitas tejidas de Chiapas; o cazuelas de cobre de Hidalgo con cucharas de palo oaxaqueñas. Un verdadero desastre estético, que presuntamente busca destacar toda la riqueza del arte popular mexicano con la finalidad, supongo, de atraer a los gringos que viven apenas a unos metros, detrás del muro de metal, que en esta parte de la frontera está hecho de altas vigas de acero dispuestas en fila.
Un vistazo a las mesas me confirma que pese a lo burdo del recurso, éste funciona. La mayoría de los clientes son estadounidenses que cruzan la frontera una o dos veces por semana para comer y beber “en lugares muy mexicanos” y regresan a su país por la noche o por la madrugada.
“Lo que se le ofrezca, mi jefe”
Llevo alrededor de una hora en La Roca cuando un hombrecillo ingresa seguido por tres de los empleados del lugar. Más que meseros parecen sus guardaespaldas, y más que serviciales son excesivamente zalameros con él. Le otorgan la mesa principal (a un lado nuestro), le retiran la silla, le quitan la chamarra, le hablan bonito al oído (“lo que se le ofrezca, mi jefe”; sus deseos son órdenes, mi señor”; “con usted hasta la ignominia, mi patrón”).
El individuo aún no ha terminado de acomodarse cuando uno de los empleados ya le ha servido parte del contenido de una botella de Buchanan’s 18 en un vaso largo al que le agrega, ante mi asombro, Sidral Mundet. Antes de sentarse, el hombre le da un largo, muy largo, sorbo a su bebida, pide un plato de ostiones, extrae la cartera y extiende billetes de 500 pesos a cada uno de los tres meseros-custodios que lo condujeron a la mesa.
Con su atuendo, el hombrecillo, un cincuentón que apenas alcanza el 1.60 de estatura, cumple al pie de la letra con todos los estereotipos del narco de poca monta: sombrero texano, camisa de cuadros, cinturón piteado, botas vaqueras del piel, bigotitos ralos…
Apenas lo dejan solo, el sujeto —dueño de unas profundas arrugas que surcan su rostro y de unas enormes bolsas que cuelgan debajo de sus ojillos— vuelve a darle un largo sorbo a su bebida, mientras continuamente echa una mirada hacia la puerta de entrada. Está nervioso. Parece esperar a alguien.
De pronto, su teléfono móvil comienza a sonar. El individuo, visiblemente enojado, responde de inmediato e inicia una retahíla de insultos contra su interlocutor (que pronto sabremos que no sólo es una mujer, sino, al parecer, su pareja sentimental): “ya te dije que estoy ocupado, no me estés molestando ahorita, pendeja”; “mira, voy a llegar a la casa y no te la vas a acabar… ya no me estés chingando, te lo advierto…”
Pese a la rudeza y a las amenazas, la mujer insiste en llamarle dos veces más. El hombre, cada vez más iracundo, la vuelve a injuriar sin rubor alguno, hasta que se cansa y apaga el móvil. No han pasado ni diez minutos cuando una mujer guapa, jeans ajustados, chamarra torera de mezclilla, al menos 25 años más joven que él, llega hasta la mesa, lo saluda de beso en la mejilla y se sienta a su lado.
Nervioso, el sujeto llama a los meseros, le sirve a la chica un trago de Buchanan’s 18 en vaso largo y con refresco de manzana, le da la carta con el menú. Se desvive por ella. El ogro ha desaparecido y ahora hay un tipo bonachón con una gran sonrisa en el rostro. Tampoco hay gritos. El hombre habla con la recién llegada en voz baja, casi en susurros.
Ojos de fuego
Pasan 20, 30 minutos, y precisamente cuando el hombrecillo le toma la mano a la joven y se acerca a ésta con la intención de besarla en los labios, otra mujer irrumpe en la escena. Inequívocamente se trata de la autora de las llamadas, quien colérica y con ojos de fuego se abalanza contra el sujeto al tiempo que le suelta una sarta de improperios: “hijo de la chingada… ese era tu ocupado… por eso me cortabas… por eso me insultabas, por eso no querías contestar”.
Jadeante, la mujer, en sus 50’s igual que él, al no poderlo alcanzar, comienza a agarrar los platos y demás utensilios que se encuentran a su alcance y se los lanza con la fuerza que brinda el despecho y el rencor acumulado por años. Cuando supongo que el individuo va a golpearla o por lo menos a insultarla, opta, al igual que nosotros, por practicar el pecho a tierra para protegerse de los objetos voladores sí identificados. La joven, en tanto, aprovecha la confusión y emprende la graciosa huida.
No ha pasado ni un minuto cuando tres o cuatro meseros rodean a la agresora y se la llevan del lugar a rastras. La escena es patética, pues mientras la sacan el hombrecillo no hace más que gritar histéricamente: “auxilio, llévense a esa loca… me está agrediendo y ni siquiera la conozco. Loca, maldita loca”.
Antes de ser expulsada del restaurante, la mujer lanza una amenaza: “ya verás, desgraciado… voy a cambiar las cerraduras ahora mismo… no vas a volver a entrar a la casa… eso te lo juro”.
Pasada la tormenta, mientras un ejército de empleados limpia la zona afectada, el tipo se para en el centro del gran salón y comienza una perorata en torno al respeto y a la responsabilidad: “Les ofrezco una disculpa. Estoy muy apenado, pues esa trastornada, esta loca, vino a quitarles la tranquilidad y a amargarles sus sagrados alimentos. Lo mínimo que puedo hacer por ustedes es pagar las cuentas de todos. Y que nadie me diga que no acepta, pues a mí no me gusta que me desprecien”. Toma aire y repite su monserga, pero ahora en spanglish.
En la mayor parte de las mesas le aplauden y le dan las gracias. Sin embargo, nosotros, estupefactos, no atinamos a emitir palabra alguna. El hombrecillo se acerca molesto. ¿De veras, no quieren que yo les pague su cuenta?, dice mirándonos retadoramente con sus ojillos maliciosos. Ya no hay histeria. La seguridad y la prepotencia han regresado a ese rostro surcado por las arrugas.
Balbuceantes, respondemos al unísono, palabras menos, palabras más: “por supuesto que sí, señor, será un honor”.
Satisfecho, el individuo se da la media vuelta, se acerca a su mesa y de debajo de ésta saca un maletín, que hasta ese momento había pasado desapercibido. Lo abre, extrae un grueso fajo de billetes y se sienta a degustar su whisky en vaso largo y con refresco de manzana mientras espera que los comensales terminen para poder comenzar a pagar las respectivas cuentas. Es paradójico, pero pese a todo lo vivido en esas dos horas, en su rostro se dibuja una gran satisfacción.