Es 11 de octubre de 2014 en Iguala, Guerrero. Llevo varias jornadas reporteando en la zona. Quince días atrás, la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre, desaparecieron a 43 normalistas de Ayotzinapa. En ese momento ya hay indicios y evidencias de que policías municipales y sicarios del Cártel Guerreros Unidos fueron quienes levantaron a los 43 jovencitos. Pero no sólo eso, también asesinaron a tres estudiantes más: los criminales (con y sin placa policial) balearon a Julio César Ramírez, Daniel Solís Gallardo y Julio César Mondragón Fontes.
Los cadáveres de los primeros dos quedaron tirados en la avenida Periférico Norte.
Los restos de Julio César, encontrados la mañana del sábado 27 en un lote baldío contiguo a dicha vía, exhibieron siniestramente a lo que nos enfrentábamos en este caso: a Julio César Mondragón Fontes lo habían asesinado y desollado. Le habían arrancado los ojos después de golpearlo y causarle 40 fracturas en todo su cuerpo. ¿Por qué esa saña, por qué esa brutalidad? Para que quedara claro quién mandaba en el lugar: el crimen organizado, sostenido por una vasta red de complicidades de funcionarios del Estado mexicano.
Como si no estuviéramos estupefactos todos con lo ya consignado durante esos primeros días, había otra tragedia más, con la que me topé aquel 11 de octubre: la de Aldo Gutiérrez Solano y una maldita bala calibre .223. Aldo era el estudiante 47 de Ayotzinapa alcanzado por la maldad de capos y policías de Iguala, Cocula y Huitzuco de los Figueroa.
Regreso a la crónica que, en aquel entonces, publiqué en Milenio. Es sábado 11 de octubre de 2014. Leo en una hoja blanca pegada arriba de una cama hospitalaria: “Ruptura de cráneo por proyectil de arma de fuego”. El paciente tiene un rosario plateado anudado en su mano derecha. También una cinta de tela café en la muñeca de la misma mano. Es una reliquia. En la cabeza le colocaron un pañuelo blanco bendecido con la imagen del Sagrado Corazón. Se aprecian suturas en ambas sienes. Una doctora, la encargada de la Unidad de Terapia Intensiva, se acerca a la cama donde él yace. Le toca el pecho con firmeza, pero delicadamente. “¡Aldo!”. El joven de 19 años mantiene los ojos cerrados, pero reacciona durante fracciones de segundos. Mueve ligeramente el brazo izquierdo y el pecho. También las piernas. Es como un leve espasmo que se extiende hasta los párpados. Aldo recibió un balazo en la cabeza. Ha perdido la funcionalidad del 65% del cerebro. Está en coma. Si se recuperara de alguna forma, su vida probablemente sería la de un ser inerte. Eso es lo que ocasionó esa maldita bala .223. Esa bala que perforó y atravesó de un lado a otro la cabeza de Aldo Gutiérrez Solano, originario de Tutepec, poblado campesino del municipio de Ayutla de los Libres.
Entrevisto al tratante. Me confía el parte médico el doctor Fernando Yáñez Méndez, radiólogo, director del Hospital General de Iguala. “El pronóstico de Aldo es malo para la función y reservado para la vida. Es muy triste para todos. Es una tragedia”.