Como era de esperarse, el azul de Prusia irrumpió en el mundo del arte, con una enorme demanda tanto para pinturas en óleo como acuarelas. Desde Entierro de Cristo, del pintor holandés Pieter van der Werff, el uso verificado más temprano en una pintura hasta La gran ola de Kanagawa, creada por el artista japonés Katsushika Hokusai. La primera mención a este pigmento, la primera vez que alguien lo escribe, es en una carta de Johann Leonhard Frisch a Gottfried Wilhelm Leibniz (presidente de la Academia Prusiana de Ciencias) fechada el 31 de marzo de 1708. Firsch dijo haberlo mejorado a través del tratamiento ácido para su comercialización y en 1709 se decidió cambiar el nombre a Azul de Berlín. A partir de entonces la invención se vuelve un fenómeno imparable.

“Con el descubrimiento del azul de Prusia se abarató el coste de un color que, hasta entonces, se obtenía a partir del lapislázuli, la gema de color azul ultramar cuya extracción de las montañas occidentales de Afganistán encarecía el tinte. De esta manera, Frisch se hizo rico y expandió su comercio en las tiendas de París, Londres y San Petersburgo. El azul de Prusia se puso de moda”, escribió el periodista y escritor Montero Glez.

Pero el pigmento además se empezó a usar, y se sigue usando, en ámbitos alejados del arte, aunque a veces parecen cercanos, como en el caso de la obra de la botánica inglesa Anna Atkins, quien publicó el primer libro de la historia ilustrado exclusivamente con fotografías. Las tomó valiéndose de un procedimiento fotográfico llamado cianotipia, que produce una copia negativa del original en un color azul de Prusia, llamada cianotipo. El proceso lo había aprendido de su inventor, el renombrado astrónomo y amigo de la familia John Herschel. Este, apreciando las propiedades sensibles a la luz del azul de Prusia, lo utilizó para producir los primeros cianotipos o blueprints, lo que permitió la reproducción simple y eficaz de diagramas, dibujos técnicos, diseños de ingeniería y planos. Por un siglo desde su invención en 1842, ese proceso de fotocopiado fue la única forma barata de copiar dibujos.

Desde entonces, los usos del pigmento en diversas tecnologías no han dejado de multiplicarse. En este siglo, por ejemplo, su capacidad para transferir electrones de manera eficiente lo convirtió en una sustancia ideal para su uso en electrodos de baterías de iones de sodio, que se utilizan en aplicaciones de centros de datos y telecomunicaciones.

Durante miles de años se sabía que muchas partes de plantas, como las hojas de laurel cerezo, las semillas de durazno, la mandioca e incluso pepitas de manzana eran letales si se administraban en forma concentrada, y que su veneno a menudo se detectaba por su olor distintivo de almendras amargas. Pero a pesar de que se usaron hasta en ejecuciones judiciales, los antiguos egipcios tenían la “pena del melocotón” y los romanos “la muerte del cerezo”, no fue hasta 1782 que un químico farmacéutico sueco, Carl Wilhelm Scheele, identificó el ingrediente tóxico activo.

Descubrió que si mezclaba azul de Prusia con ácido sulfúrico diluido, podía producir un gas que era incoloro, soluble en agua y ácido. En alemán lo llamaron Blausäure (literalmente “ácido azul”) debido a su derivación del azul de Prusia.

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