Podemos distinguir entre 100000 y 1 millón de matices, pero no siempre sabemos esa cantidad de nombres. Un rojo puede ser más o menos oscuro, con más de 30 matices, sin que lleguemos a denominarlo “carmín”. Con “rojo”, “azul”, “amarillo”, “blanco”, “negro”, “gris”, “verde”, “naranja” y “violeta” podemos calificar a cualquier objeto, sin necesidad de entrar en más detalles. Por otro lado, no todas las lenguas tienen estos nueve nombres, pero esto no significa que sus hablantes no los vean o que no existan para ellos: es sólo que agrupan bajo un mismo nombre una escala de matices mayor. Cuando queremos especificar más inventamos nombres como “azul Francia”, “Navy”, “marino”, “ultramar”, “real”, “Klein”, etc. etc.

La historia de los pigmentos es una de las más fascinantes y poco conocidas. Los colores que causan tantas sensaciones —según Goethe son “los tormentos y lo goces de la luz”— tiene una vida secreta que atraviesa todo los acontecimientos históricos y artísticos. Dentro de esta reflexión sobre el color, cabe resaltar el caso del caput mortuum.

Caput Mortuum es una expresión latina que significa “cabeza muerta” o “residuos”. En el contexto de la alquimia, hacía referencia a los residuos que quedaban tras un proceso químico, como la sublimación, y simbolizaba la ruina y la decadencia. Sin embargo, es parte del proceso con el que finalmente se obtendrá la piedra filosofal a partir de una materia vil transformada. El término se ilustraba comúnmente con una calavera y se utilizaba en la química del siglo XVIII para denotar restos o sobrantes.

Caput Mortuum también se refiere a un pigmento púrpura a base de óxido de hierro (hematita). Este pigmento se utilizó ampliamente en la pintura al óleo y como colorante, especialmente para las túnicas de figuras religiosas y políticas. El nombre del pigmento puede derivar de su uso en alquimia, ya que la herrumbre (óxido de hierro) es un residuo de la oxidación. Inicialmente, se obtenía como subproducto en la fabricación de ácido sulfúrico durante los siglos XVII y XVIII y también en la elaboración del rojo veneciano.

Es el color “caput mortuum” (PR101), con tonos rojizos y marrones. Para entender por qué se llama así nos tenemos que remontar a la Edad Media y a los alquimistas que querían convertir el plomo en oro. Trabajaban con azufre: lo calentaban varias veces y al pasar al estado gaseoso, quedaba como residuo un polvo azul violáceo. A este polvo lo llamaron “caput mortuum” (“cabeza muerta” en latín), un cadáver de sus experimentos casi mágicos. Por extensión también se lo llama “Gólgota”. Por supuesto, hoy queda sólo el nombre: se fabrica en laboratorio con óxidos de hierro.

El término Caput Mortuum, sin embargo, a veces se utiliza también para designar al marrón egipcio, un pigmento del siglo XVI hecho de polvo de momia, que dejó de utilizarse en el siglo XIX. Este pigmento marrón, también conocido como marrón de Egipto, fue utilizado por artistas renombrados como Eugène Delacroix y Edward Burne-Jones. Sin embargo, la demanda de este pigmento disminuyó a principios del siglo XX y su fabricación cesó.

Caput Mortuum se relaciona estrechamente con otros pigmentos de óxido de hierro, como la hematita roja y el ocre amarillo. Estos pigmentos comparten una base química similar pero varían en sus tonos y propiedades específicas.

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