El debate en el Senado sobre la reforma laboral arroja elementos de análisis muy sugerentes. Por un lado tenemos una línea de argumentación que comparten el gobierno saliente, el Banco de México y la derecha económica en el sentido de que lo aprobado por los diputados tiene valor por sí mismo y, en consecuencia, aunque se sacrifiquen asuntos sustantivos (como la democracia sindical), el paquete legislativo debe aprobarse en el Senado en los mismos términos que salió de San Lázaro.
El sindicalismo tradicional ha mostrado su verdadero rostro y ha amagado a los senadores advirtiendo que si modifican algo de lo aprobado en la Cámara Baja, la pieza legislativa podría irse a la congeladora. Para el Revolucionario Institucional el dilema es estructural entre la corriente liberalizadora y modernizadora y su estructura corporativa. Con desparpajo los líderes de las centrales han amenazado con paros nacionales y de manera bastante torpe han intentado personalizar (en Javier Lozano) la paternidad del intento democratizador.
La izquierda sigue dividida entre los tomadores de tribuna (que probablemente se sientan más cómodos con el sindicalismo de toda la vida que con aventurarse a transformar la realidad del mundo del trabajo) y aquellos que comparten la genuina preocupación por democratizar a los sindicatos. En los tres frentes se pueden apreciar contradicciones. La derecha económica presionará al PAN para que apruebe la reforma flexibilizadora. La izquierda vive internamente sus tensiones y todavía no supera el inexplicable voto de Oribe. Para el PRI, sin embargo, y en especial para el próximo gobierno de Enrique Peña Nieto, se abre el mayor de los dilemas. Aprobar la reforma tal como está y ceder a la muy explícita presión de los sindicatos a través de su poderosa representación legislativa equivale a elevar los costos de imagen interna del gobierno “peñista”. En el plano externo los costos son todavía mayores en la medida en la que una reforma liberalizadora del mercado de trabajo puede abrir oportunidades para la inversión extranjera, pero el mensaje inicial que estaría mandando el gobierno de EPN es el mantenimiento de las poderosas corporaciones sindicales como grandes árbitros de la vida nacional.
Cuando un país (como México) ocupa el lugar número 47 en la clasificación de FutureBrand, que mide la imagen en el exterior, algo tiene que hacerse. Y ese algo implica una decisión política del nuevo gobierno para demostrar que los poderes con capacidad de veto para obstaculizar el desarrollo del país pueden ser sometidos por el Estado soberano en aras de afirmar el interés general.
Me resulta claro que para Peña sería rentable mandar la señal de que el próximo presidente no se dejará intimidar por la gerontocracia sindical y en el plano externo esta puede ser su primera batalla para desprenderse de la imagen de ese PRI tradicional, que como vimos la semana pasada, se niega a desaparecer.
Analista político