Muchas cosas han cambiado en Estados Unidos desde el comienzo de la presidencia de Joe Biden. El paquete de estímulo económico y sus proyectos de infraestructura y apoyo a las familias equivalen, en conjunto, a la mayor reconsideración del papel del gobierno en la vida de los estadounidenses desde la transformación de Roosevelt hace casi un siglo. Aunque hay al menos cinco millones de personas que no han acudido a la aplicación de su segunda dosis de inmunización y millones más que insisten en la estupidez de no vacunarse, la campaña de inmunización ha sido un éxito rotundo: 31% de la población de Estados Unidos ya está completamente vacunada (en Rusia, por ejemplo, la cifra es apenas 5%). Y ni hablar del tono desde el megáfono presidencial. Atrás quedaron los tiempos de la estridencia, en los que Donald Trump ejercía de ruidoso narrador en jefe de la vida del país.
Pero no todo ha cambiado con Biden, o no como debería. Por desgracia, la agenda migratoria sigue siendo un pendiente. Estados Unidos sigue deportando de inmediato familias y migrantes solteros, exponiéndolos a peligros graves en México. La prioridad estadounidense en Centroamérica y México sigue siendo la estrategia punitiva de Trump. Esto es una mala noticia. La migración no se resuelve con medidas de castigo sino con desarrollo regional (en esto siempre ha acertado el presidente López Obrador, aunque la ampliación de Sembrando Vida sea una ingenuidad).
Ahora bien, incluso en el tema migratorio, Biden ha hecho ajustes de gran trascendencia. El más importante tiene que ver con los niños no acompañados. A diferencia de Trump, Biden ha decidido permitir a los menores quedarse en Estados unidos para buscar, aquí, reunirse con sus padres, abuelos y demás. Para ello ha establecido un sistema de albergues temporales que puedan recibir a los niños mientras el gobierno procesa la reunificación familiar. No es un escenario ideal, evidentemente. Cada noche que un niño pasa rodeado de extraños es, de una manera u otra, un posible trauma. Pero los matices importan. A diferencia de otros tiempos, en los que los menores migrantes estaban bajo custodia de autoridades migratorias (sin el conocimiento ni la intención de cuidarlos como es debido), el gobierno de Biden ha dado la responsabilidad al departamento de Salud y Servicios Humanos, que encabeza el secretario Xavier Becerra, californiano de raíces mexicanas. Bajo las órdenes de Becerra, el gobierno federal de Estados Unidos ha llegado a acuerdos con amplios centros de convenciones donde ha instalado albergues cuyos estándares de atención son muy superiores no solo a los de otros tiempos sino a todo lo que existe en la región.
En las últimas semanas, por ejemplo, el gobierno ha abierto las puertas de dos albergues en el sur de California, en las ciudades de Long Beach y Pomona. Hay que aclarar, porque es importante, que “abrir las puertas” es un decir: las instalaciones están resguardadas con estrictas medidas de seguridad para proteger a los niños. Aun así, en los recorridos de las instalaciones previos a la llegada de los menores y en distintas entrevistas con los encargados de ambos lugares, los reporteros pudimos constatar que los albergues son eso: refugios antes que cárceles. Desde acceso médico hasta escuela o canchas deportivas, los menores migrantes están en una mejor situación que el vía crucis que la mayoría de ellos vivió en su camino a la frontera y, por supuesto, inmensamente mejor que lo que se vive en los campamentos de refugiados en la frontera norte de México.
Y esa es, para el gobierno mexicano, la gran lección. Durante años, el gobierno en México se ha resistido (entre otras cosas) a mejorar de verdad la infraestructura de albergues para migrantes. La actual administración fue un paso más allá, recortando apoyo a los refugios que, en ciudades como Tijuana, hacen milagros para cuidar y apoyar a la población migrante en riesgo. En parte, la negativa tiene que ver con el riesgo de que instalaciones más dignas y funcionales se interpreten como una señal de hospitalidad. En otras palabras: parecería que México no quiere que los migrantes sepan que les esperan condiciones dignas en el país. Hasta hace poco, algo parecido ocurría en Estados Unidos. Y es comprensible: en efecto, es posible que más padres arriesguen a sus hijos a la peligrosísima travesía si saben que, al final, hay un albergue como el que vi en Long Beach. Pero eso no ha detenido a Biden. Y no lo ha detenido porque es lo correcto, moralmente. México debería hacer lo propio. Por tradición, nuestro país es puerto de refugio, no nido de temores y horrores para los vulnerables que vienen de otra tierra. Es hora de estar a la altura.