Es muy probable que el día de mañana no se nos olvide en muchos años. Entramos a noviembre bajo los signos de la discordia y la incertidumbre. El nuevo régimen no ha logrado asentarse y proyectar al país una sensación de calma que todo inicio de sexenio solía traer. Lejos de alimentar el relato de un país que va iniciando un nuevo ciclo, parece como si estuviéramos en una interminable guerra fantasmagórica, herencia del sexenio anterior.
Lo que decida la Corte es capital. Si la mayoría de los ministros decide aprobar el argumento esgrimido por González Alcántara, abrirá una indeleble percepción de ilegitimidad en la Reforma con la que la presidenta ha decidido inaugurar su sexenio. Entraremos en un oscuro túnel en el que la certeza jurídica habrá dado su último saludo en el escenario y pasaremos a una fase en la que solamente el sistema político podrá dar certeza. Abandonamos, pues, el universo de la ley y pasamos a la política. Todo funcionará, o dejará de funcionar, si existe una mirada benevolente del gobierno y un ánimo de no entorpecer actividades económicas. Con el nuevo ordenamiento institucional el gobierno además de estigmatizar y criticar a empresarios y ciudadanos que no le son cercanos o adictos, se dota de todas las capacidades para entorpecer sus proyectos empresariales o incluso los vitales. Dependeremos literalmente de la virtud de un gobierno, lo cual nos impulsa a un mundo que ni el más desaforado de los priistas se atrevió a cruzar. La Constitución tiene, en estos tiempos, la ligereza de un reglamento que puede ser cambiado sin el escrutinio de los más doctos y la supervisión de los guardianes del equilibrio institucional. En pocas palabras, en México todo podrá ocurrir.
Si el proyecto no es aprobado tendremos todavía una pequeña tablita a la cual aferrarnos, pues finalmente el proceso estará dentro de la legitimidad constitucional y la presidenta no incurrirá en desacato y estará por los pelos, si se quiere, pero ajustado a derecho. Extraña paradoja.
El país sigue jugando a los juegos del hambre sin reparar que somos socios de los Estados Unidos y su primer socio comercial. Por lo tanto, somos imprescindibles para el funcionamiento de su economía y su seguridad. En los últimos meses México no aparece en el radar político norteamericano en clave benigna. Gane quien gane la elección, esta incertidumbre legal (ya lo han dicho) pone en riesgo el modelo de integración y además en el ámbito de la seguridad se percibe una notoria incomprensión que el embajador Ken Salazar hacía pública hace unos días. Esa es la lectura de los demócratas. La de Trump será infinitamente más severa y además tendrá que satisfacer a sus bases, nutridas todo este tiempo con una carnaza antimexicana propia del populismo más ramplón.
Llegamos, pues, a este noviembre con una discordia fuerte con nuestros socios comerciales y una retórica antimexicana nunca vista en los últimos años. La discordia es por principio un estado de ánimo que genera conductas adversas y profundiza los bajos instintos. El país llega a esta cita de la historia con un proyecto constitucional aprobado por una mayoría robótica que avasalla y no como un consenso nacional. Y suceda lo que suceda mañana en las urnas en Estados Unidos, no habrá una vía exculpatoria para el socio del sur que ha decidido con sus reformas judicial y energética, así como la probable extinción de órganos autónomos, complicar el proceso de integración. Se recomienda abrocharse el cinturón.
Analista. @leonardocurzio