Dicen, con razón, los funcionarios electorales que cada proceso electoral es diferente. Encuentran nuevos retos y desafíos para su preparación y ejecución. Esto es así, como proceso político el electoral requiere la participación de un número muy relevante de actores y, en consecuencia, provoca muchas pasiones.
Además, con cierta frecuencia las reglas institucionales suelen ser rebasadas por normas no escritas que, de pronto, se modifican simplemente a partir de las decisiones que adoptan los actores políticos. Esto viene al caso, pues se han iniciado los procesos de designación de candidatas y candidatos de Morena a las ocho gubernaturas y a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, que se elegirán simultáneamente con la elección federal del próximo año.
Esto sin que en ninguno de los estados, ni en la capital del país hayan iniciado formalmente los procesos electorales. Por lo visto se tratará de procesos álgidos que se dirimirán con las reglas establecidas por la dirigencia nacional morenista, pero que no replican lo que se llevó a cabo para elegir a la coordinadora de la defensa de la cuatro T (que en realidad es la candidata presidencial de ese partido). En algunas entidades el activismo de las personas interesadas en esas candidaturas inició hace varios meses y se puede presumir que en caso de ser elegidas por su partido, tendrán que resolver el nada fácil problema de justificar inversiones muy elevadas en propaganda e incluso en mensajes a través de la radio.
En esa materia el INE y los institutos electorales de las nueve entidades deberán tomar decisiones para intentar fiscalizar una gran cantidad de recursos que no encuentran justificación en la legislación vigente y que pueden llevar a situaciones de rebase de los gastos de precampaña. Ese escenario se torna más complejo, cuando se observa que ese tipo de violación legal se puede convertir en causal para negar el registro de las candidaturas.
Las pasiones que han desatado los adelantados procesos de selección de candidaturas del partido que se encuentra en el gobierno pueden producir un muy alto nivel de litigiosidad, en el que el INE, los institutos y los tribunales electorales locales, y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación deberán desplegar sus capacidades de arbitraje ante situaciones que evidentemente desbordan a la normalidad institucional.
En clave de democracia esta situación se puede convertir en un arma de doble filo. Puede deslegitimar a los árbitros electorales; o puede consolidar la confianza ciudadana en el desempeño de esas instituciones. Lo primero no sólo es indeseable, puede terminar por profundizar la inconformidad de amplias capas de la sociedad con el funcionamiento de nuestra democracia. Lo segundo, puede actuar en sentido contrario; siempre que los actores políticos que resulten responsables y, en consecuencia, sean sancionados acaten las resoluciones.