Cada marzo, el mundo se viste de violeta para conmemorar el Día Internacional de la Mujer y quiero aprovechar el contexto para seguir alzando la voz.
Para seguir pronunciándonos y evidenciando que la lucha por los derechos, la igualdad y el empoderamiento no ha terminado.
Claro, hemos avanzado, pero las cifras y la realidad nos demuestra que aún queda mucho por hacer.
A nivel global, las mujeres poseen apenas tres cuartas partes de los derechos legales de los que gozan los hombres, lo que impone límites a 2.700 millones de personas a la hora de conseguir empleos dignos o generar ingresos para ellas y sus familias.
Esta disparidad no solo es injusta, sino que también representa una pérdida económica significativa.
El Banco Mundial estima que, en términos de capital humano, el mundo pierde riqueza por valor de 160 billones de dólares debido a la brecha salarial de género. Esto equivale a casi ocho veces el PIB de Estados Unidos.
En México, las cifras también hablan por sí solas y nos obligan a cuestionarnos qué más podemos o debemos hacer. Hoy, una mujer gana en promedio 34.2% menos que un hombre por cada hora trabajada. El techo de cristal sigue siendo una realidad inquebrantable: solo el 10% de los puestos directivos en empresas están ocupados por mujeres. Y lo más alarmante, el 44% de las mujeres ha sido víctima de violencia machista en algún momento de su vida.
Estos números no son solo estadísticas, son vidas, historias, oportunidades perdidas.
La desigualdad no es un problema de las mujeres, es un problema de la sociedad. Mientras las brechas sigan existiendo, las posibilidades de crecimiento seguirán restringidas para la mitad de la población.
El talento, la capacidad y la ambición de las mujeres no deben estar condicionados por su género, sino impulsados por sus habilidades y méritos.
Como mujer y madre de una niña, alzo la voz no solo por mí, sino por ella y por todas las que vendrán. Quiero que mi hija crezca en un mundo donde su género no sea un obstáculo, donde sus oportunidades no estén limitadas por estereotipos, donde no tenga miedo de caminar sola por la calle.
Un mundo donde la sororidad sea un pilar fundamental y donde el éxito de una mujer no sea visto como una excepción, sino como la norma.
El cambio no llega solo. Necesitamos políticas públicas efectivas, empresas comprometidas con la equidad y una sociedad que eduque en igualdad desde la infancia. Necesitamos alzar la voz, exigir nuestros derechos y no aceptar menos de lo que merecemos.
No queremos favores, queremos justicia. No pedimos privilegios, exigimos igualdad. Y aunque el camino sea largo, cada paso que demos hoy será un cimiento más para las generaciones que nos seguirán. Porque en nuestras manos está la posibilidad de cambiar la historia.
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