Tanto si provino realmente del CJNG como si lo hizo de alguna instancia del gobierno federal, el muy difundido video en el que fundamentalmente se ataca a las organizaciones de personas que buscan a sus familiares desaparecidos (lo que ciertamente es una obligación no cumplida del Estado) y se defiende al gobierno, muestra un desplazamiento fundamental: el objetivo es afirmar que un cártel tan violento y delincuencial como el aludido tiene legitimidad social, más que la reconocida a los ciudadanos dolidos, víctimas precisamente de la creciente violencia.

Se ha comentado hasta la saciedad el evidente fracaso del Estado mexicano en su principalísima obligación: la de procurar seguridad para los habitantes de su territorio; en particular en lo que toca a los sexenios de Felipe Calderón y Andrés M. López Obrador; y, aunque se mencione algo menos, en el intermedio que encabezó el priista Peña Nieto.

Inclusive la administración actual, cuya cabeza tiene la imperiosa necesidad política de mostrar continuidad con el inmediato anterior, tácitamente, sin expresarlo, está cambiando los métodos de trabajo en esta materia.

“Abrazos, no balazos” …. ¿De dónde nace la convicción de López Obrador de no ejercer la violencia legal, la que imparte el Estado, en contra de las organizaciones de delincuentes? Se puede conjeturar que existía una alianza entre el gobierno de AMLO y algunos de las grandes organizaciones criminales, pues de suyo existen datos contundentes de la complicidad de estos grupos con candidatos de diversos partidos y con autoridades elegidas en numerosos municipios y algunos estados, particularmente —pero no exclusivamente— de las postuladas por el partido en el poder. Pero ¿qué necesidad tendría de ello una autoridad ya constituida y con popularidad? Parece más plausible la hipótesis de que Andrés Manuel realmente creyó que su idea era la más conveniente para cumplir su misión.

Pero, evidentemente, su plan no funcionó. Las tasas de los delitos de gran impacto social continuaron creciendo y las zonas del país en las que los ciudadanos no pueden vivir ni transitar sin miedo también se incrementaron. La impunidad no solo fue una renuncia a las obligaciones del gobierno, sino que significó impunidad y ella, crecimiento del crimen.

Pero quizá lo peor que ocurrió con la tozuda postura del gobierno federal fue un desplazamiento de la legitimidad social. Con la gran autoridad legal y metalegal y con la influencia ideológica de un liderazgo de tipo carismático exitoso, lo que la política de López Obrador en la materia expresaba era que la violencia que debe aplicar el estado no era legítima, no se atrevía a reprimir ninguna conducta. Y el personal especializado en la violencia —las policías, las fuerzas armadas— tuvo que resistir desde el escarnio hasta la muerte, antes que usar sus recursos materiales y legales en contra de delincuentes flagrantes. Pero, además, el presidente se esforzó por otorgar aceptación a los delincuentes, a sus personas, a sus familias, hasta más allá de sus elementales derechos personales (humanos), y hasta se empeñaba en referirse a ellos como si no fueran delincuentes, sino casi como a benefactores sociales, cortesía que no le merecieron sus contrincantes políticos, aunque fueran ciudadanos sin delitos y usufructuarios de la pluralidad que debe caber en una democracia. Tanta cortesía con delincuentes, aun si fueran prófugos de la justicia, ¿era agradecimiento? ¿Convicción de que ello los mantendría tranquilos y que incluso “se convertirían al camino del bien”? Tanto da. No resultó de ello nada bueno para el país.

Académico de la UAQ

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