La definición del Estado Moderno que forjó Max Weber hace más de un siglo —y que él reconoce inspirada en Trotsky, un marxista—, sigue siendo suficientemente útil. En ella, Estado es una asociación política que, dentro de un territorio, reclama para sí, con importante grado de éxito, el ejercicio monopólico en la aplicación de la violencia física legítima. No de cualquier violencia, sino de aquella que sea legítima, es decir, socialmente aceptada por, al menos, la enorme mayoría de los habitantes de ese territorio y de otros de fuera. Más de medio siglo después, el norteamericano Douglass North matizaría y, más que de un monopolio, hablará de una “ventaja comparativa en la aplicación de la violencia” y un reparto discriminatorio de ésta hacia los diversos grupos sociales. Precisión más marxista de lo que algunos marxistas pudieran reconocer.
Conviene tener en cuenta dos ideas: que la mayor parte de los fenómenos sociales ocurren con cierto grado de probabilidad, en una escala continua de 0 a 1, y no son magnitudes discretas, de “sí” o “no”; pero llevarlos a ese extremo (0 o 1), nos ayuda a visualizar el análisis. Asimismo, que en las sociedades contemporáneas la principal fuente de legitimidad, hipotéticamente hablando, es la que otorga la ley; aunque claro, en la realidad ello se mezcla con otras fuentes, como la tradición o el carisma de quien ejerce dominio:
Con estos conceptos podemos montar 4 escenarios que nos ayudarían a analizar el grado de eficacia esencial de un Estado, en un momento determinado.
I. El gobierno, principal administrador de la fuerza estatal, renuncia expresamente a aplicar la violencia contra quienes cometen delitos y abusan de la población en general (“abrazos no balazos” llevado al extremo).
II. El gobierno ejerce la violencia que la ley le permite o le ordena, pero esta no es legítima, no es aceptable para la mayoría o un enorme conjunto de los habitantes. (Por ejemplo, lo que seguramente hubiera ocurrido si el presidente Salinas hubiese ordenado al Ejército reprimir al EZLN, en 1994).
III. El gobierno ejerce violencia contra una parte de la población de manera ilegal —más allá de lo que las leyes le permiten— y ello es aceptado por una gran parte de la población. (Pudiera ser el caso de las deportaciones ilegales de Trump basadas en el aspecto físico, que han podido arrear hasta con ciudadanos estadounidenses, suponiendo que fueran aplaudidas por una gran parte de la población.)
IV. Existen otras asociaciones que ejercen violencia contra los habitantes, lo que naturalmente no sería legal, y ello es aceptado por los habitantes, por lo menos por la mayoría de quienes habitan un territorio delimitado; ahí no se verificaría el monopolio estatal. Ocurre cuando se considera legítimo un linchamiento de un presunto delincuente, por ejemplo. O, algo que resulta extremadamente grave para el funcionamiento del Estado, el que grupos delincuenciales —como el CJNG— “cobren piso” para ofrecer seguridad, o que repartan regalos navideños y obtengan el aplauso de los habitantes de un pueblo. Peor aun si lo hacen con la colaboración de autoridades legalmente constituidas, como ha sido el caso de algún (s) alcalde (s) propuesto (s) por el partido Movimiento Ciudadano o por cualquier otro partido.
Cualquiera de estos casos, llevado al extremo del 100% en que estuvieran acaeciendo, nos hablaría de un Estado totalmente fallido. Determinar su grado en una escala, nos hablaría directamente del grado de la falla.